Un asunto destacado de estos días es la cuarta boda de Liza
Minnelli. Por la iglesia de Marble Collegiate, en Nueva York, desfilaron la
sordidez genial de Anthony Hopkins, la incontinencia lúbrica de Michael Douglas
y los prodigios de transmutación biológica de Michael Jackson, entre otros
organismos famosos. Entre los despachos de prensa que llegan de Estados Unidos,
ése sería, por ejemplo, un tema amable para dejar constancia del calor
primaveral, que este año viene adelantando. También podría escribirse algo
sobre la enésima toma de posesión de Robert Mugabe, quien ha sabido convertir
los rescoldos del antimperialismo en corrupción químicamente pura, o sobre los
entretelones del auto sacramental que llevan a escena, en los escenarios de
Barcelona y Monterrey, globalifóbicos y globalifílicos,
o sobre las desoladoras carnicerías perpetuas de Colombia y Medio Oriente.
Ojalá que la evocación de Andrea Yates en estas líneas no parezca un insulto a
la primavera inminente.
El martes pasado, esta esposa de ingeniero de la NASA fue
declarada culpable por un jurado de Texas, que ahora debe escoger entre la
condena a muerte o la cadena perpetua.
Andrea está casada con Rusty Yates, con quien procreó a
Noah, John, Paul, Luke y Mary. En el verano del año pasado, el primero tenía
siete años y la última, seis meses. Para entonces, la madre había pasado por
dos ensayos de suicidio y cuatro internamientos en hospitales siquiátricos. Sus
desórdenes mentales están documentados desde el tercer alumbramiento, y hay
pruebas de que, a partir del cuarto, cayó en severas depresiones.
Andrea declaró que, desde el nacimiento de Mary, percibió
que el diablo atormentaba a sus hijos y que pretendía hundirlos en las llamas
del infierno. El 20 de junio de 2001 llegó a la conclusión de que debía
proteger a su prole de los embates de Satanás, y no encontró mejor manera de
hacerlo que llenar de agua la tina de su casa. Esa misma tarde, la policía
encontró los cadáveres mojados de John, Paul, Luke y Mary en sus respectivas
camas, como si se hubieran quedado dormidos antes de secarse. El cuerpo de Noah
todavía flotaba boca abajo en la bañera.
Desde entonces, Andrea ha permanecido en prisión, donde se
le administran de manera regular tratamientos con antisicóticos. Tal vez por
eso, en la sesión del 12 de marzo, cuando se le declaró culpable, escuchó el
veredicto sin parpadear.
No hay por dónde encontrarle una moraleja a esta historia
triste. Saltan a la vista, en cambio, dos paradojas.
La primera es que Andrea Yates, a pesar de su enfermedad, o
por ella, sabía que su existencia era peligrosa, y que trató de acabar con ella
en dos ocasiones. Si Andrea hubiese logrado suicidarse habría dejado cinco
huérfanos, y no cinco tumbas. Pero la misma sociedad que entonces se lo
impidió, ahora, ya realizado el daño, se dispone a ejecutarla. La segunda
paradoja es que la tragedia de los Yates ocurre en el seno de un país
hiperinformado, con una NASA que busca y consigue datos sobre los desiertos
marcianos y los anillos de Júpiter, una prensa escandalosa que consigna la
marca de ropa interior de las estrellas de cine, una agencia de espionaje que
detecta los desplazamientos de los terroristas, institutos y empresas de
investigación que escudriñan la danza molecular del genoma humano y
universidades que coleccionan las ediciones de literatura marginal de Paraguay;
pero en toda esa masa aplastante de información no aparecen registros sobre el
alma de Andrea Yates. Ahora, esta primavera calentará cinco lápidas, y tal vez
para el invierno haya una sexta.
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