Ahora
nos acercamos al punto en que Jesús se dirige irremisiblemente al Calvario.
Pobre hombre: ni su caridad, ni su amor infinito, ni su arrogancia --documentada
con tanta precisión por Bertrand Russell-- conseguirán salvarlo de morir
clavado, como mariposa de coleccionista, sobre un madero basto. Quieren los
cristianos que ese hecho simbolice el sacrificio universal, la entrega al
prójimo y la salvación de la especie pero, también, la semilla de maldad y
ceguera en el fondo de los humanos que condujo a algunos de ellos a juzgar y
condenar a Dios mismo. La luz de la redención y la expiación, enfrentada a la
oscuridad del pecado y el deicidio forman el claroscuro emblemático de estos
días santos, representado en el eclipse de sol que, según esto, se produjo en
el momento de la crucifixión. En virtud de un claroscuro idiomático semejante,
la palabra pasión, indicativa en sus orígenes de padecimiento, se haya
convertido en nuestra era cachonda y sensorial en sinónimo de placer --pasión
laboral o amorosa-- y hasta de estupidez --pasión por la moda o por los
espectáculos televisivos--. Hoy, el vocablo que designa el gozo de cualquier
filatelista o numismático por sus respectivas colecciones es el mismo que se
emplea para recordar el sufrimiento postrero de Jesús. Pobre hombre.
Los
vacacionistas se encaminan a los embotellamientos carreteros con la misma
significación de padecimiento con la que Jesús marcha al Huerto de Getsemaní,
aunque con mucho menos sentido de la trascendencia. Por eso, la enorme mayoría
de ellos volverá sana y salva a sus hogares, mientras que el Hijo del hombre ha
de permanecer, por los siglos de los siglos, desdoblado en condiciones
contradictorias y paralelas: clavado a su madero, como lo pasean hasta la fecha
los dignatarios católicos, con cierta crueldad en la exhibición, y residente en
los Cielos, a la Diestra del padre, entre elegidos y bienaventurados, como no
lo representa nadie. Pobre hombre.
Durante
la Colonia, las autoridades peninsulares decidieron eximir a los americanos de
la obligación de la cuaresma, porque les pareció que era demasiada crueldad
prohibir la carne y condenar al pescado --un alimento execrable, a lo que puede
verse-- a pueblos que de suyo se morían de hambre. Así, el simbolismo de la
abstención se confinó, en nuestras tierras, a los viernes de cuaresma. Pero en
estas latitudes y en estas épocas la ingesta de frutos del mar en los
altiplanos de América es un lujo y un riesgo --porque la calor pudre hasta al
más ágil de los peces--, además de un negocio basado en el placer de los
paladares. Pedro, el pescador, lograría colarse en la lista de Forbes a
costillas de su amado Maestro; pobre hombre.
En las
tierras santas donde transcurrió Su Pasión, sólo una minoría de palestinos
practica el cristianismo. La mayor parte de la población se divide entre el
judaísmo y el Islam --que son, si se mira con atención, las religiones Antes De
y Después De, Cristo--; unos y otros, por estos días, se descuartizan
mutuamente con una pasión nacional, territorial, bélica y bíblica (en el peor
sentido), no se detienen ni siquiera ante cadáveres de niños de cuatro años --árabes
o israelíes--, y mucho menos ante la evocación de un crucificado que les es del
todo ajeno. Por su parte, la cristiandad conmemora su tercer milenio tan
dividida como siempre, tan bárbara, belicosa y salvaje como siempre, y con
tanta aptitud para la Redención como la de un cuadrapléjico para la gimnasia
olímpica. Pobre hombre.