23.4.02

Jenin no existe


Todo lo que se ha publicado sobre el campo de refugiados de Jenin es mentira y no hay evidencias que lo demuestren. No hubo masacre de palestinos, no tenemos nada que ocultar, dijo a la prensa, el jueves de la semana pasada, Rafi Laderman, portavoz oficial del ejército israelí, frente al montón de escombros sazonado con trozos de carne humana.

Jenin no existe, y Saramago y Soyinka padecen un exceso de imaginación literaria; Jenin no existe, y los enviados de la ONU han sido comprados por el petróleo de los árabes; Jenin no existe, y la prensa del mundo se volvió antisemita de la noche a la mañana; Jenin no existe, y las fotos de los muertos son una adulteración de la realidad lograda gracias a la magia de Photoshop; Jenin no existe, y quien sostenga lo contrario es racista y desea la extinción del Estado de Israel; Jenin no existe, y quien diga otra cosa es partidario del terrorismo internacional y enemigo de la democracia.

“Jenin no existe”, gritan a coro los funcionarios del gobierno israelí, desde los que, como Ariel Sharon, llevan un fusil de asalto metido en el sistema nervioso, hasta los predicadores de la paz, como Shimon Peres, quien parece convencido de que la fundación de un Estado palestino pasa obligadamente por el previo exterminio de sus habitantes. “Jenin no existe”, dice toda la maquinaria de relaciones públicas del Estado de Israel, fundado para la salvación de un pueblo y hoy convertido en una bien aceitada máquina para la destrucción del otro.

“Jenin no existe”, explican, señalando el mapa, George Bush y Colin Powell y Condoleezza Rice. Aquello fue una alucinación colectiva del mundo, un mal sueño de los izquierdistas, una indigestión de los que pregonan el apocalipsis. En cosa de semanas, de meses a lo sumo, la humanidad se habrá repuesto de esa pesadilla y de su olor a carne humana chamuscada y podrá despertar a una hermosa realidad de pláticas de paz en salones con aire acondicionado, botellas de agua mineral y banderitas impecables. Puros delirios del antisemitismo, las imágenes de casas demolidas a punta de misiles y disparos de tanque, con todos sus habitantes dentro --pinche abuela terrorista, pinche bebé terrorista-- volverán al imaginario colectivo del que nunca debieron salir, y podremos quitarnos de la cabeza esa idea horrenda de que el Estado de Israel es culpable de genocidio, y que en esa culpa le acompañan, por aplauso o por omisión, los gobiernos de eso que se llama a sí mismo “mundo civilizado”.

Supongamos, sin conceder, que haya sido excesiva la comparación entre Auschwitz y lo que las tropas israelíes han perpetrado en estas semanas en los asentamientos palestinos. Pero ahora, sobre el ripio maloliente de lo que fue Jenin --y que ya quedamos que no existe, ni existió nunca, así que no importa--, el gobierno de Israel proclama que todo lo ocurrido son mentiras, y uno recuerda que, en el discurso neonazi, Lídice no existió nunca, los aviones de la Luftwaffe dejaron caer flores sobre Gernika, y Dachau y Auschwitz eran, en realidad, centros de beneficencia. La enorme diferencia, en todo caso, es que las atrocidades del Tercer Reich son verdades lacerantes pero históricas, documentadas y probadas, y que, en cambio, Jenin, con sus cientos de muertos, con sus abuelas despellejadas y sus bebés destripados, con la peste de los cadáveres en plena calle, con sus ambulancias reventadas por los helicópteros, con sus tomas de agua balaceadas y sus camas incendiadas, Jenin, pues, el que todos vimos en la tele y los diarios, ese Jenin martirizado y símbolo mundial de ahora en adelante, no existe.

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