Todo lo
que se ha publicado sobre el campo de refugiados de Jenin es mentira y no hay
evidencias que lo demuestren. No hubo masacre de palestinos, no tenemos nada
que ocultar, dijo
a la prensa, el jueves de la semana pasada, Rafi Laderman, portavoz oficial del
ejército israelí, frente al montón de escombros sazonado con trozos de carne
humana.
Jenin no
existe, y Saramago y Soyinka padecen un exceso de imaginación literaria; Jenin
no existe, y los enviados de la ONU han sido comprados por el petróleo de los
árabes; Jenin no existe, y la prensa del mundo se volvió antisemita de la noche
a la mañana; Jenin no existe, y las fotos de los muertos son una adulteración
de la realidad lograda gracias a la magia de Photoshop; Jenin no existe, y
quien sostenga lo contrario es racista y desea la extinción del Estado de
Israel; Jenin no existe, y quien diga otra cosa es partidario del terrorismo
internacional y enemigo de la democracia.
“Jenin
no existe”, gritan a coro los funcionarios del gobierno israelí, desde los que,
como Ariel Sharon, llevan un fusil de asalto metido en el sistema nervioso,
hasta los predicadores de la paz, como Shimon Peres, quien parece convencido de
que la fundación de un Estado palestino pasa obligadamente por el previo
exterminio de sus habitantes. “Jenin no existe”, dice toda la maquinaria de
relaciones públicas del Estado de Israel, fundado para la salvación de un
pueblo y hoy convertido en una bien aceitada máquina para la destrucción del
otro.
“Jenin
no existe”, explican, señalando el mapa, George Bush y Colin Powell y
Condoleezza Rice. Aquello fue una alucinación colectiva del mundo, un mal sueño
de los izquierdistas, una indigestión de los que pregonan el apocalipsis. En
cosa de semanas, de meses a lo sumo, la humanidad se habrá repuesto de esa pesadilla
y de su olor a carne humana chamuscada y podrá despertar a una hermosa realidad
de pláticas de paz en salones con aire acondicionado, botellas de agua mineral
y banderitas impecables. Puros delirios del antisemitismo, las imágenes de
casas demolidas a punta de misiles y disparos de tanque, con todos sus
habitantes dentro --pinche abuela terrorista, pinche bebé terrorista-- volverán
al imaginario colectivo del que nunca debieron salir, y podremos quitarnos de
la cabeza esa idea horrenda de que el Estado de Israel es culpable de
genocidio, y que en esa culpa le acompañan, por aplauso o por omisión, los
gobiernos de eso que se llama a sí mismo “mundo civilizado”.
Supongamos,
sin conceder, que haya sido excesiva la comparación entre Auschwitz y lo que
las tropas israelíes han perpetrado en estas semanas en los asentamientos
palestinos. Pero ahora, sobre el ripio maloliente de lo que fue Jenin --y que
ya quedamos que no existe, ni existió nunca, así que no importa--, el gobierno
de Israel proclama que todo lo ocurrido son mentiras, y uno recuerda que, en el
discurso neonazi, Lídice no existió nunca, los aviones de la Luftwaffe dejaron
caer flores sobre Gernika, y Dachau y Auschwitz eran, en realidad, centros de
beneficencia. La enorme diferencia, en todo caso, es que las atrocidades del
Tercer Reich son verdades lacerantes pero históricas, documentadas y probadas,
y que, en cambio, Jenin, con sus cientos de muertos, con sus abuelas
despellejadas y sus bebés destripados, con la peste de los cadáveres en plena calle,
con sus ambulancias reventadas por los helicópteros, con sus tomas de agua
balaceadas y sus camas incendiadas, Jenin, pues, el que todos vimos en la tele y los
diarios, ese Jenin martirizado y símbolo mundial de ahora en adelante, no
existe.
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