Uno de
los rasgos más extraños y desesperantes de la dolorosa guerra florida (es
decir, tácitamente acordada) entre el asesino que gobierna Israel y los
asesinos que dirigen las facciones terroristas del bando palestino es la enorme
diferencia de medios y recursos bélicos: el ejército de Tel Aviv tiene a su
disposición aviones supersónicos, helicópteros artillados, tanques y misiles
tierra-tierra, entre otras cosas, para descuartizar niños y ancianos de
Ramallah, Belén y Tulkarem. Los terroristas del integrismo sólo cuentan con
reclutas rabiosos y enajenados para enviar sus cargas explosivas contra los
cuerpos inermes de niños y ancianos de Jerusalén, Haifa y Netanya.
Los
carísimos artefactos bélicos de Sharon y los kamikazes de
Hamas y demás fundamentalistas son, a fin de cuentas, igualmente eficaces y
cumplen su tarea de muerte y destrucción con la misma capacidad, pero eso no
elimina la vasta desigualdad entre un Estado constituido y formal, mundialmente
reconocido y que cuenta con el respaldo incondicional de la máxima potencia
bélica, financiera, comercial, tecnológica y política del mundo, y una tribu de
desesperados y miserables que nacieron entre gases lacrimógenos, crecieron
viendo morir a los suyos y atestiguando la destrucción de sus hogares y el saqueo
de sus tierras, y que viven, hasta su muerte prematura, sagrada y estúpida,
bajo una circunstancia de opresión absoluta.
Si no
fuera tan humillante (y, por ende, tan trágico de consecuencias), casi daría
risa el contraste entre el poderío militar de Ariel Sharon y la indefensión
casi absoluta de Yasser Arafat, orillado a sobrevivir como rata entre los
escombros de su cuartel general en Ramallah, sobre todo si se piensa que, en el
terreno de las formalidades, ambos se han sentado a la mesa de negociaciones en
pie de dignatarios. En este punto del acoso y el aplastamiento, si el gobierno
de Israel creyera en sus propias acusaciones contra el líder palestino,
técnicamente no tendría ningún problema para liquidarlo físicamente ni para
capturarlo vivo y meterlo en una celda. Da la impresión, por ello, de que
Sharon carece de ideas para enfrentar esta coyuntura, o bien que encuentra en
ella un intenso deleite.
En esta
desigualdad aterradora hay, sin embargo, un par de elementos de simetría que no
habría que pasar por alto. El primero es que, con todo y la abrumadora
superioridad israelí, el gobierno de Tel Aviv es tan incapaz de proteger a su
población civil de los atroces atentados terroristas como la Autoridad Nacional
Palestina (ANP) de defender a la suya de las criminales incursiones militares
enviadas por Sharon. El segundo consiste en que las instituciones de Israel y
la ANP tienen un grado de control muy parecido --es decir, ninguno-- sobre las
expresiones más violentas de sus respectivas organizaciones. Eso quiere decir
que Sharon no puede (y probablemente no quiera) garantizar la vida de los
habitantes de los territorios palestinos, de la misma manera que Arafat no
tiene la menor posibilidad de incidir (lo quiera o no) en la seguridad de los
ciudadanos de Israel. La única diferencia en este punto es que el jefe de la
ANP aún condena, con lo que le queda de respiración, y sólo Dios sabe si con
sinceridad, los cruentos atentados de Hamas y compañía, en tanto que Sharon se
esfuerza por justificar y legitimar las matanzas de palestinos a manos del
ejército israelí. Pero se ha llegado a la guerra total y ese pequeño matiz
carece ahora de relevancia.
En los
tiempos que corren la conclusión es de una obviedad casi insultante: ni Israel
ni Palestina están en condiciones de mantener vivos a sus respectivos
habitantes --ya no se diga a los del odiado vecino--, y ese dato debiera bastar
y sobrar para que la gelatina llamada “comunidad internacional” actuara en
cualquiera de sus advocaciones (ONU, Unión Europea, OTAN, la que gusten) y
enviara a la región una fuerza militar capaz de cuidar a israelíes y palestinos
de sus adversarios, y hasta de sí mismos. La negativa a emprender una acción
semejante o su postergación indefinida (esperar, por ejemplo, a que la cuota
diaria de bajas llegue a un número cualquiera seguido de dos o tres ceros) es
tan criminal como los helicópteros artillados de Sharon o las bombas humanas de
Hamas. Pero la llamada “comunidad internacional” es una especie de gelatina, en
ella las responsabilidades de Estado se diluyen sin problema y los golpes se
absorben entre toda la masa, y es probable, por ello, que los jefes de Estado y
de gobierno de Europa occidental, el bobalicón y simpático Kofi Annan y demás
representantes de la Civilización, sigan departiendo en hermosos encuentros
mientras israelíes y palestinos se sacan las tripas unos a otros.
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