Conocido entre sus fieles palestinos por el seudónimo de Abu
Amar, Yasser Arafat ha estado viviendo muy cerca de la muerte. En su despacho
de Jerusalén, Ariel Sharon lanzó al aire una moneda. Si caía olivo, tendría que
permitir que el viejo líder palestino viviera; si caía calavera, ordenaría el
bombardeo final de lo que queda del cuartel general de la Autoridad Nacional
Palestina en Ramallah. Los misiles de los helicópteros Apache y de los aviones
Fighting Falcon, y los proyectiles de los tanques Merkaba tienen una enorme
capacidad de destrucción. Es poco probable que el organismo llamado Arafat, y
quienes lo rodean, sobrevivieran a un ataque masivo con esas armas. Esta
disyuntiva de Sharon no ha terminado, a pesar de la visita de Colin Powell y
aunque el ejército ocupante esté permitiendo, en un rasgo de graciosa piedad,
el levantamiento de los cadáveres que ya apestan en las calles de las
aglomeraciones palestinas. Por ahora Arafat sigue vivo, aunque la paz de Oslo
esté muerta.
El cerco de Ramallah puede quedar sólo como una más de las
circunstancias extremas de las muchas por las que ha pasado este hombre bajito,
simpático y feo que parece tener más vidas que un gato y más biografías
divergentes que Cristóbal Colón, y cuya zigzagueante y larga carrera política
resume varios asuntos cruciales que marcaron la segunda mitad del siglo pasado:
la liberación nacional, el nacionalismo, la lucha armada, el terrorismo, la
democracia, la corrupción, la cooperación internacional, la negociación, las
alianzas con el extinto bloque socialista y con los aún vigentes movimientos
político-religiosos emanados del Islam.
Muy pocos ciudadanos del mundo, quizá ninguno, aparte del
propio Arafat, podrían ostentar semejante currículum: estudiante exiliado,
ingeniero en Kuwait, guerrillero y combatiente clandestino (no más ni menos
terrorista, en su pasado, que Sharon, Rabin, Begin y que el propio Peres),
orador en la Asamblea de la ONU, premio Nobel de la Paz, presidente y, de
vuelta, combatiente acorralado por los tanques. Pocos como él, salidos de la
nada, han conseguido tanto: la conformación, en la resistencia, de una
identidad nacional, el acceso a los grandes foros mundiales, la legitimación de
la causa palestina, la firma de la paz y el retiro de las tropas israelíes de
Gaza y Cisjordania. Ninguno como él para sobrevivir a pérdidas y derrotas tan
aplastantes: la ocupación de Cisjordania y Gaza en 1967, la masacre de
palestinos en septiembre de 1970 en Jordania, la expulsión de Líbano, en 1982,
en medio de un enfrentamiento fratricida entre facciones palestinas, y ahora,
en un nuevo siglo, la reocupación de las tierras ancestrales por el enemigo de
siempre.
Quienes lo aborrecen lo tachan de criminal sanguinario y
carente de escrúpulos. Sus incondicionales --palestinos o no-- lo tienen por
símbolo máximo, y casi sagrado, de la nación palestina y, en general, de la
lucha de los oprimidos y los condenados de la tierra. Los fanáticos islámicos y
los radicales laicos le critican su disposición a las concesiones y su renuncia
a destruir Israel. Quienes pretenden verlo con objetividad le admiran su
tenacidad y su heroísmo y le reprochan la corrupción y el burocratismo de las
instituciones palestinas.
En medio de todos, en el centro del interés mediático mundial
--así en la paz como en la guerra, así en la victoria como en la derrota--, Arafat
sigue siendo un enigma. ¿Qué estará pensando el viejo líder en estas horas
amargas, rodeado de muertos y de escombros, pero física y políticamente vivo a
fin de cuentas?
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