A la
larga, el cuidado de las crías hizo la diferencia entre los reptiles, ovíparos,
y los mamíferos, vivíparos. Un hecho así de elemental, una discriminación
básica entre las perspectivas de sobrevivencia y las de extinción, habría
podido animar los trabajos de la sesión especial de Naciones Unidas en favor de
la infancia que tuvo lugar la semana pasada en Nueva York, encuentro lucidor
que reunió una apreciable masa de liderazgo mundial. Pero, a juzgar por los
resultados, la humanidad no tiene ni instinto ni conciencia sobre el cuidado de
sus cachorros, ha perdido interés en la viabilidad (hay cosas mucho más
importantes, como mantener a raya la inflación y combatir el terrorismo) y sus
dirigentes mundiales son estúpidos: los anima principalmente el afán de
asegurar la transferencia de sus sillones de cuero y de sus camionetas
blindadas --vehículos de doble tracción que fatigan de manera absurda el pulido
asfalto de los centros de convenciones-- a sus propios nietos y bisnietos;
creen que con ello asegurarán la persistencia de sus genes. Pero hablan en
nombre de la humanidad y, deliberadamente o en virtud de una extrema inocencia,
creen que sus propias familias y sus respectivos círculos sociales constituyen
el conjunto de la especie.
Si las
cosas siguen como van, los bisnietos burgueses de Kofi Annan, de Vicente Fox,
de Alejandro Toledo, de la reina Sofía y de Bill Gates, entre otros de los
invitados ilustres en Nueva York, sobrevivirán cercados por millones y millones
de descendientes de los niños soldados, los niños sexoservidores, los niños
famélicos, los niños sidosos, los niños drogadictos y los niños de la calle del
presente. Los estadistas, funcionarios, empresarios y nobles que se dieron cita
en el encuentro para ponerle sonrisitas de conejo a los problemas
contemporáneos son responsables, por omisión, de una fractura de la especie en
una vicemanada de bebés rosáceos, regordetes y tecnocráticos, por un lado, y,
por el otro, en una horda gigantesca de tarados miserables. Unos y otros
heredarán el mundo que habitamos y tendrán que compartirlo y convivir, y aquello
será un infierno.
Las
responsabilidades de la vida privada no pueden deslindarse --no del todo-- de
las obligaciones sociales. Uno puede meter el dedo en un tarro de miel y
después chupárselo, y sentarse a imaginar a su propia familia instalada en el
bienestar logrado con el esfuerzo de toda una vida. Pero, del otro lado de la
barda del jardín (mira qué lindas bugambilias, imbécil), acecha el resto de la
especie. No siempre con rencor, no necesariamente con facturas personales, pero
sí con todas las no resueltas miserias materiales y espirituales, lista para
aplicar las leyes de la termodinámica y a disipar el calor en una vastedad de
frío, a enfriar lo caliente, a compensar, a tejer de manera vertiginosa vasos
comunicantes insospechados entre la opulencia y la carencia, entre el convento
y el burdel, entre la crema contra las arrugas de la tía rica y las llagas
expuestas del mendigo.
Pero
ante esa perspectiva los asistentes al encuentro de Nueva York se conformaron
con esbozar sonrisitas de conejo y con redactar una maravillosa carta a Santa
Claus. Son, pues, responsables por omisión de permitir la persistencia de los
infiernos creados por la humanidad para todos sus cachorros. Podrán esgrimir
toda clase de pretextos para explicarle al mundo su manifiesta ineptitud --la
precariedad de los consensos, el gradualismo obligado de las acciones, el
realismo responsable que justifica el no hacer nada-- pero en el fondo saben
que han fallado, que les han fallado a sus hijos, a sus nietos, a los bisnietos
de sus prójimos y a los descendientes más lejanos de todo mundo, y que son por
ello, tomados en conjunto o uno por uno, una impresentable vergüenza.
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