La
madrugada del último domingo, el Bush junior sudaba una pesadilla en la que los
fantasmales responsables de la destrucción masiva se burlaban de él. El aliento
cercano pero inatrapable de Osama Bin Laden le paseaba por el cuerpo y el
mandatario se revolvía inquieto entre sus sábanas con estampados de Winnie the
Pooh. A
esa misma hora, en el otro lado del mundo, en un lugar ignoto de Pakistán, se
elevó del suelo un cilindro de 135 centímetros de diámetro por 16 metros de
alto y un peso de 15 toneladas. A pesar de sus dimensiones majestuosas, el
aparato, rojo y puntiagudo, recuerda vagamente un pene de perro. Tiene la
denominación técnica Haft-V,
pero fue rebautizado en homenaje al rey afgano Shahbuddin Ghauri, quien, en el
siglo XII de esta era, conquistó las porciones occidentales de lo que
actualmente es territorio de la India.
El
Ghauri metálico actual es, potencialmente, mucho más sanguinario que su
predecesor de carne y hueso. El pájaro tiene un alcance de mil 500 kilómetros,
suficiente para llevar su cabeza atómica de varias decenas de kilotones y
hacerla reventar sobre Nueva Delhi o Bombay, las dos ciudades indias más
importantes y populosas. Según el CDISS (Centre for Defence & International
Security Studies (http://www.cdiss.org/hometemp.htm), la tecnología del misil
fue un gracioso obsequio de los gobernantes chinos a sus amigos paquistaníes.
No hay datos, en cambio, sobre la procedencia de la pintura roja de la punta,
una pequeña obscenidad adicional a la que significa construir un artefacto para
administrar la muerte a 9 millones de personas en Nueva Delhi (o 12 millones y
medio, si el cilindro decide visitar Bombay) y destruir, de paso, el célebre
Museo de Muñecas, el Jama Masjid, uno de los más hermosos recintos musulmanes
de la ciudad, el Templo del Loto, consagrado en cambio al culto Bahai, o el Raj
Ghat, donde fue incinerado Gandhi.
La
India cuenta, por supuesto, con instrumentos de muerte de bajeza análoga,
dispuestos a emprender un vuelo rápido y definitivo a Islamabad. También Israel
dispone de tubos semejantes; por razones de costo/beneficio es poco probable
que los aviente contra Tulkarem, Belén o Ramallah: a Sharon y sus aliados les
resulta mucho más barato producir cadáveres de palestinos con armas
convencionales, pero si un día de estos la tirantez entre Israel y los países
árabes ya constituidos volviera a puntos de crisis, y si el genocida que
gobierna en Tel Aviv lograra afianzar entre sus conciudadanos la idea de que
los vecinos de Israel han vuelto a amenazar la existencia del Estado hebreo,
habría que agregar Damasco, Bagdad y sabe Dios qué otras poblaciones, con sus
parques, sus museos, sus iglesias y sus tiendas de helados, a la nómina de
ciudades amenazadas por el holocausto atómico.
Mientras
estas y otras cosas ocurren en sitios lejanos del planeta, separados de
Washington por decenas de miles de kilómetros y por ocho o más horas de
diferencia horaria, el Bush junior se revuelve en sus sábanas de Winnie the
Pooh, acosado
por las barbas con olor a cabra de Bin Laden, espantado por los bigotes de
Saddam Hussein y atormentado por las arrugas de momia precoz de Muamar Kadafi.
El humo de carne chamuscada que brotó durante días de los escombros de las
Torres Gemelas sigue impregnando la mentalidad simple del mandatario. Quién
sabe si los hipermalvados de Al Qaeda y los otros espantajos del eje del mal tuvieron
alguna o mucha capacidad de destrucción y si aún conservan algo de ese poder
satánico nunca demostrado. Pero mientras el Bush junior se orina de susto en su
cama presidencial, sus aliados de Islamabad han puesto a punto el mecanismo
para perpetrar el bombazo terrorista más cruento desde agosto de 1945, cuando
Harry Truman acabó de un plumazo con cientos de miles de civiles inocentes en
Hiroshima y Nagasaki.
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