4.6.02

Combates singulares


Todos los conflictos regionales, los naufragios de barcos repletos de chinos o cubanos o africanos migrantes, las matanzas en Medio Oriente, las epidemias de sida y de catarro, las partidas de póquer del comercio mundial y hasta los pormenores truculentos de la guerra santa contra el terrorismo --que, vista con cuidado, es un transgenérico entre el auto sacramental y el thriller-- fueron borrados de tu atención. En su trayecto celeste, el globo terráqueo ha entrado en una zona oscura, en un paréntesis tan aburrido que se hace indistinguible de la hibernación, y en un autismo tan hondo que la mejor manera de representar al ausente es una pelota de futbol.

A lo largo de cuatro semanas, la parte visible y (tele)vidente del género humano estará tomando la comunión en 64 combates singulares --durante junio la humanidad está representada por las 704 piernas más hábiles del mundo-- y representando todos sus problemas en la batalla por una esfera, que es una copa de oro de diseño espantoso, que es un cheque de cientos de miles de dólares en el bolsillo de cada jugador y otro, de cientos de millones de dólares, en la caja fuerte de cada empresa televisiva.

En una época más bien remota, William Masters y Virginia Johnson inscribieron el orgasmo simultáneo de la pareja en las listas de lo políticamente correcto; ahora la tendencia es el clímax multitudinario, la sincronización planetaria de espasmos y contracciones y jadeos en el momento justo en que 200 millones de espectadores observan en la pantalla la penetración del balón en la red de una portería. Desde cierto punto de vista, se trata de una sublimación perversa, porque el portero derrotado sufre, y su dolor y su humillación infinitos alimentan el regocijo de los rugientes; pero si la representación no es sexual sino, digamos, bélica, entonces el futbol y sus goles son un invento fenomenal, porque cada gol nos evita sabe Dios cuántos disparos de mortero. Qué diera uno porque el presidente de Estados Unidos saciara sus instintos de niño bobo pateando durante 90 minutos una pelota con la cara de Bin Laden.

Como cualquier otro ejercicio escénico, el juego obliga a guardar el sentido común en un rincón del clóset. De otra manera no se entiende el empeño con el que 22 individuos se disputan una pelota, cuando es seguro que hay otras 21 a su disposición en la tienda de deportes más cercana. Qué reconfortante y fácil sería repartir pelotas de cuero para terminar con la carnicería de Colombia, por ejemplo, o para aplacar el furor energético de los países industrializados antes de que sus emanaciones de dióxido de carbono conviertan al mundo en una olla de caldo de pescado. Pero, para ser justos, la desactivación temporal de la lógica no sólo es un requisito obligado para los espectadores del balompié global, sino también para meterse al teatro, al cine, al templo, al mitin y hasta a una carpa de circo.

Así vistas las cosas, el Mundial puede ser una fiesta emocionante y llena de momentos conmovedores. El único problema es que, así como el sentido común es fácil de guardar en cualquier cajoncito --y difícil de encontrar, más tarde, cuando uno lo busca--, los cuerpos esféricos son la cosa más estorbosa y cuesta un demonial devolverlos a su sitio una vez que se les utiliza. Tal vez por eso Dios ideó las leyes de la gravitación y el universo en general: para ahorrarse el trabajo de alzar el tiradero de tanta pelota y dejarlas girando eternamente una alrededor de otra. Puede verse como una solución simple y elegante, sobre todo tratándose de objetos planetarios y estelares, los cuales, a diferencia de los balones de futbol, no se desinflan con facilidad una vez que has terminado de jugar con ellos.

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