Todos los conflictos regionales, los naufragios de barcos
repletos de chinos o cubanos o africanos migrantes, las matanzas en Medio
Oriente, las epidemias de sida y de catarro, las partidas de póquer del
comercio mundial y hasta los pormenores truculentos de la guerra santa contra
el terrorismo --que, vista con cuidado, es un transgenérico entre el auto
sacramental y el thriller-- fueron
borrados de tu atención. En su trayecto celeste, el globo terráqueo ha entrado
en una zona oscura, en un paréntesis tan aburrido que se hace indistinguible de
la hibernación, y en un autismo tan hondo que la mejor manera de representar al
ausente es una pelota de futbol.
A lo largo de cuatro semanas, la parte visible y
(tele)vidente del género humano estará tomando la comunión en 64 combates
singulares --durante junio la humanidad está representada por las 704 piernas
más hábiles del mundo-- y representando todos sus problemas en la batalla por
una esfera, que es una copa de oro de diseño espantoso, que es un cheque de
cientos de miles de dólares en el bolsillo de cada jugador y otro, de cientos
de millones de dólares, en la caja fuerte de cada empresa televisiva.
En una época más bien remota, William Masters y Virginia
Johnson inscribieron el orgasmo simultáneo de la pareja en las listas de lo
políticamente correcto; ahora la tendencia es el clímax multitudinario, la
sincronización planetaria de espasmos y contracciones y jadeos en el momento
justo en que 200 millones de espectadores observan en la pantalla la
penetración del balón en la red de una portería. Desde cierto punto de vista,
se trata de una sublimación perversa, porque el portero derrotado sufre, y su
dolor y su humillación infinitos alimentan el regocijo de los rugientes; pero
si la representación no es sexual sino, digamos, bélica, entonces el futbol y
sus goles son un invento fenomenal, porque cada gol nos evita sabe Dios cuántos
disparos de mortero. Qué diera uno porque el presidente de Estados Unidos
saciara sus instintos de niño bobo pateando durante 90 minutos una pelota con
la cara de Bin Laden.
Como cualquier otro ejercicio escénico, el juego obliga a
guardar el sentido común en un rincón del clóset. De otra manera no se entiende
el empeño con el que 22 individuos se disputan una pelota, cuando es seguro que
hay otras 21 a su disposición en la tienda de deportes más cercana. Qué
reconfortante y fácil sería repartir pelotas de cuero para terminar con la carnicería
de Colombia, por ejemplo, o para aplacar el furor energético de los países
industrializados antes de que sus emanaciones de dióxido de carbono conviertan
al mundo en una olla de caldo de pescado. Pero, para ser justos, la
desactivación temporal de la lógica no sólo es un requisito obligado para los
espectadores del balompié global, sino también para meterse al teatro, al cine,
al templo, al mitin y hasta a una carpa de circo.
Así vistas las cosas, el Mundial puede ser una fiesta
emocionante y llena de momentos conmovedores. El único problema es que, así
como el sentido común es fácil de guardar en cualquier cajoncito --y difícil de
encontrar, más tarde, cuando uno lo busca--, los cuerpos esféricos son la cosa
más estorbosa y cuesta un demonial devolverlos a su sitio una vez que se les
utiliza. Tal vez por eso Dios ideó las leyes de la gravitación y el universo en
general: para ahorrarse el trabajo de alzar el tiradero de tanta pelota y
dejarlas girando eternamente una alrededor de otra. Puede verse como una
solución simple y elegante, sobre todo tratándose de objetos planetarios y
estelares, los cuales, a diferencia de los balones de futbol, no se desinflan
con facilidad una vez que has terminado de jugar con ellos.
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