El
domingo pasado los soldados de Inglaterra empezaron a duplicar la altura de los
muros que dividen a católicos y a protestantes en la parte oriental de Belfast,
con el propósito de evitar nuevos enfrentamientos en la ciudad. Las paredes
divisorias se elevaban a 3.66 metros, que viene siendo el doble de lo que mide
un humano más bien alto. En unas semanas Belfast quedará dividida por una barda
de más de siete metros, o sea, el equivalente de una construcción de tres
pisos. Les llaman “muros de paz”.
Tal y
como estaban, los muros del distrito de Short Strand resultaban insuficientes
para contener los variopintos proyectiles de odio que se lanzaban bandas
rivales --balas, piedras, ladrillos y frascos llenos de gasolina-- y que la
semana pasada dejaron un saldo de decenas de heridos en ambos lados de la
pared.
Elevar
los muros es una solución posible para los que piensan, como el empecinado
interlocutor imaginario del poeta Robert Frost en el célebre Mending
Wall, que “buenas cercas hacen buenos vecinos” (good fences make good
neighbors). El único requerimiento para semejante operación mental es
definir la buena vecindad como ausencia completa de relación, como aislamiento
fóbico, como terror al contagio, al bombazo o a la pérdida de identidad.
La
realidad es que la erección de un muro (o la prolongación de uno ya existente
hasta una altura supuestamente infranqueable) representa una complicación
adicional en una convivencia conflictiva: la pared encierra, excluye y ofende
por añadidura (Before I built a wall I'd ask to know / What I was walling in
or walling out, / And to whom I was like to give offense), y establece un
multiplicador de provocaciones. Esa es la lógica de las murallas, desde las de
Jericó hasta la “frontera inteligente” de Estados Unidos
con México (como si la única frontera inteligente posible no fuera la que
renuncia a existir), pasando por el Muro de Berlín y todas las líneas verdes
del mundo.
Una
pared coloca a alguien en la posición de cautivo o de excluido. Una pared es,
por lo tanto, una manera de auspiciar conatos de fuga o tentativas de
incursión.
Ciertamente,
ante la perspectiva costosa, incierta e inquietante de resolver las raíces de
una confrontación o de una diferencia, siempre queda la solución estúpida, pero
eficiente en el cortísimo plazo (24 horas, una semana) del amontonamiento de
ladrillos, el fundido de hormigón o la instalación de dispositivos láser e
infrarrojos.
En el
tercer lustro del siglo pasado, en el norte de Boston, Frost escribía: But
at spring mending-time we find them there, / I let my neighbor know beyond the
hill; / And on a day we meet to walk the line / And set the wall between us
once again. El poeta intuía que una pared tiene la virtud horrenda de
crecer y reproducirse, como lo describió, cinco décadas más tarde, Manuel
Scorza en
Redoble por Rancas, novela en la que la valla de la Cerro de Pasco
Corporation se expande, a expensas de los comuneros indígenas andinos, hasta
devorar el universo conocido, y como pueden constatarlo ahora los soldados
ingleses en Belfast oriental.
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