En la
mañana tórrida del domingo, en un paisaje de colinas arboladas, varias máquinas
excavadoras se empeñaban en el despeje de un terreno en Kafr Salem, localidad
poblada mayoritariamente por palestinos, pero situada en tierras que oficial y
aceptadamente pertenecen a Israel. Desde allí ha de levantarse un gallinero
electrificado que rodeará las localidades cisjordanas de Tulkarem, Jenin y
Kalkiliya. La obra tendrá una extensión final de 350 kilómetros, costará cerca
de 100 millones de dólares y los trabajos tomarán un año. El propósito
declarado es impedir que los terroristas palestinos se internen en territorio
israelí y hagan explotar la dinamita, que llevan pegada a las costillas, en
sitios públicos concurridos.
La
parte palestina teme que la cerca constituya un hecho consumado que le permita
a Tel Aviv robarse más tierras árabes de las que ya se ha robado. Por su parte,
los sectores de extrema derecha de la Knesset, como el Partido Nacional
Religioso, critica la construcción porque deja fuera de Israel a unos 200 mil
de los colonos judíos asentados en Cisjordania y podría convertirse en una
frontera definitiva entre el Estado hebreo y un futuro Estado palestino; como
alternativa proponen el establecimiento de las “zonas de contención”
originalmente anunciadas (en febrero) por Ariel Sharon, y que consistirían en
confinar pueblos y ciudades palestinas en corrales de alta tecnología.
La
fórmula aplicada por el premier israelí implica el establecimiento de algo
semejante a los bantustanes ideados por el régimen racista de Sudáfrica para
enjaular a la población negra del país en una suerte de municipios enrejados,
en los cuales los habitantes tenían el derecho a escoger la pintura de sus
barrotes. La propuesta de la ultraderecha desembocaría, más bien, en la conformación
de una diversidad de guetos como el de Varsovia.
En una
u otra perspectiva, la reivindicación de los palestinos de construir su propio
Estado ha sido vetada por Washington y por Tel Aviv. De esa forma, ambos
gobiernos han extendido un certificado, si no de legitimidad, sí al menos de
lógica a la violencia de los ocupados. Al parecer, los palestinos no se
consideran a sí mismos aves de corral; no quieren, en consecuencia, vivir en
gallineros, y están dispuestos a hacer todo lo que esté en sus manos para
cambiar esa condición, incluso reventar en lugares públicos repletos de
israelíes.
Tel
Aviv sabe que la bestialidad de esos atentados es la otra cara de la moneda de
la ocupación israelí, que el muro que está erigiendo establece una espiral perpetua
de destrucción, en la que el ataque primigenio carece de importancia: me
permito destripar a tus hijos porque tu destripaste a los míos.
Ese
círculo de odios no augura nada bueno. Israelíes y palestinos se proyectan
mutuamente --como personas, como instituciones, como liderazgos-- imágenes de
máxima maldad. Eso mismo ocurre entre el gobierno de Sharon y varios regímenes
árabes e islámicos que cada vez se sienten más reivindicados y justificados en
su deseo, obligadamente genocida, de quitar del mapa al Estado judío.
Tal vez
por eso Israel adquirió, según chisme dominical de The
Washington Post, un trío de submarinos con capacidad de llevar misiles
nucleares, medida que reforzará los empeños de Irán e Irak por hacerse ellos
también de armas atómicas. Hasta ahora esos esfuerzos han sido ineficaces, y
acaso sigan siéndolo por un tiempo. Pero a la larga, y a juzgar por los
ejemplos de Pakistán, la India y el propio Israel, la proliferación es
inevitable. Por eso los tiempos actuales en Oriente Cercano no son sólo de
construcción de gallineros, sino también, parece ser, de siembra de esporas
para el florecimiento de champiñones nucleares.
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