Esta
semana --hoy, mañana y el viernes próximo-- dejarán de circular los carros de
Amtrak por las vías férreas de Estados Unidos, y ante esa noticia uno se
acuerda de las tardes del verano de 1976, cuando atravesaba los bosques de
Pensilvania a bordo de un vagón plateado, entre ruidos rítmicos y
reconfortantes, cuando el planeta no era un sitio en el que se prohibiera
fumar; uno podía imaginarse un mundo sin capitalismo, sin miseria y sin
prejuicios sexuales, pero habría sido impensable un mundo sin trenes. Uno podía
pensar que estaba enamorado para siempre (y nunca lo estuvo) de una tal Louise,
y agradecido para siempre (y lo sigue estando) con una tal Sylvia: la
inalcanzable y el hada madrina. Uno podía, además, aspirar a que un día
comprendería a fondo los grundrisse y que
de ahí tomaría las claves para dotar de zapatos, vacunas y escuelas a todos los
niños del Tercer Mundo, pero no habría logrado imaginar que el socialismo real
sucumbiera por el afán de sus habitantes de estrenar tenis Nike. Lo anterior es
una simplificación realmente burda, por supuesto, pero no tanto como la
realidad de un mundo sin trenes.
En este
lamento se reconoce a leguas una sensiblería y un provincianismo cronológico
insufribles, porque a lo largo de muchas centenas de miles de años la humanidad
ha vivido sin ferrocarril, y en extensas regiones del mundo ese símbolo
decimonónico y vigesimónico de progreso nunca ha tenido existencia
significativa. Pero para una buena cantidad de humanos de esas épocas, lo más
significativo de su existencia (viajes, trabajo, amores, literatura, historia
nacional, teatro, cine) está vinculado a locomotoras, durmientes, estaciones
nostálgicas y vagones.
El
gobierno de Porfirio Díaz tendió vías férreas por medio México y pensó que así
preparaba al país para la llegada del siglo XX. Pero lo que llegó por la trama
de los rieles fue el gran incendio de la Revolución, con toda su carga de
civilización, de barbarie y de cultura, y con sus semillas de luz y de
autoritarismo, de civismo y cacicazgos, de legalidad y corrupción. Desde la
Segunda Guerra Mundial, México se desinteresó de su estructura ferroviaria,
apostó por el asfalto en detrimento de las vías férreas y dejó morir sus
trenes. Hoy en día, Ferrocarril de Cuernavaca es una cicatriz sin sentido que
atraviesa la ciudad de México y en la que florecen especies vegetales comunes,
pero insólitas al lado del Periférico: maíz, trigo, sorgo y frijol, entre otras
plantas cuyas semillas cayeron ahí, inadvertidamente, transportadas por
furgones ferrocarrileros.
Ahora es
el turno de Amtrak. El gobierno de Bush Jr. piensa que “el sistema ferroviario
público debe dejar de ser subsidiado y adaptarse a la realidad del mercado”,
según lo expresó Norma Mineta, secretaria de Transporte. La frase huele tanto a
manual privatizador que no parece pronunciada por una funcionaria gringa, sino
por un presidente latinoamericano, y además descobija la inepcia administrativa
de Washington, porque en los países europeos el que los ferrocarriles se
adapten a la realidad del mercado no necesariamente ha sido sinónimo de quiebra
y extinción inmediata.
Esa
realidad del mercado, es decir, sin trenes, va a ser dura para muchos
estadunidenses. No se trata sólo de asuntos sentimentales y de nostalgias
absurdas, sino de pérdida de empleos, de puntos de referencia y también, a fin
de cuentas, de un medio de transporte eficaz y mucho más grato que los
autobuses Greyhound, con sus asientos estrechos repletos de monjas plácidas y
de asesinos seriales en busca de un Tarantino que los convierta en personajes
de la pantalla. No es que uno tenga nada personal contra las religiosas ni
contra los jóvenes valores de la nota roja. Si alguna enseñanza positiva nos
dejó el siglo XX es que cada cual hace con su vida lo que quiere, y que puede
hacerlo a bordo de un autobús, de un tren, de una balsa de migrante, de un
avión o de un coche. Ocurre, simplemente, que en los espaciosos vagones de
Amtrak el ambiente era más relajado y afable que el hacinamiento característico
de los buses,
y que en el tren uno podía desentenderse del entorno y del prójimo, y ponerse a
pensar en Kant o en el cangrejo, en amores reales o imaginarios, en amistades
que siempre sí han durado toda la vida y en complots en favor de la sociedad
igualitaria. Escribo esta frase en pasado porque el sistema ferroviario de
Estados Unidos va a desaparecer entre mañana y el domingo, porque a diferencia
de aquellos tiempos en los que uno fatigaba la costa este a bordo de los
vagones de Amtrak hoy sabemos que no será tan fácil ni tan rápido resolver los
problemas de la humanidad y porque, a diferencia de ese entonces, hoy, cuando
uno ama, tiene cierta certeza de que es cierto y todo lo demás es relativo.