Las
masas encefálicas de Ulrike Meinhof, Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan-Carl
Raspe permanecieron largos años al margen de los titulares, resguardados por
sus respectivos frascos de formol en un laboratorio de la Universidad de Tubinga.
Según la versión oficial, los propietarios originales de esos órganos se
suicidaron en prisiones de alta seguridad de Alemania, entre el 9 de mayo de
1976 y el 18 de octubre del año siguiente. Ulrike y Gudrun, las mujeres,
decidieron estrangularse, en tanto que Andreas y Jan-Carl optaron por un tiro
en la cabeza. Hay numerosos indicios de que Meinhof, Baader, Ensslin y Raspe
fueron en realidad asesinados por el Estado alemán, el cual, posteriormente,
confiscó sus cerebros peligrosos para buscar el bulbo responsable de la
personalidad incendiaria o la glándula que produce ideas terroristas.
En
efecto, los cuatro occisos eran gente violenta y poco reflexiva, pero hay que
recordar que en aquellos años la afición por las ametralladoras y las granadas
de mano era políticamente correcta. Las máximas potencias militares buscaban
desesperadamente el flogisto de la sobrevivencia nuclear --librar una guerra
atómica y ganarla: he ahí el dilema--, Yasser Arafat se subía a la tribuna de
la ONU con un revólver colgado de la cintura, las damas de la alta sociedad
centroamericana organizaban colectas piadosas para sufragar los gastos de los escuadrones
de la muerte, Estados Unidos provocaba un infierno en el sudeste asiático
para implantar el paraíso de la democracia y la libertad, y nadie pensaba en
las ocurrencias del Che Guevara
de crear muchos Vietnams como un indicativo de trastornos que habrían requerido
de ayuda profesional urgente.
En aquel
entorno resultaba legítimo promover por cualquier medio la implantación de las propuestas
propias para la felicidad universal, y en ese afán los dirigentes y militantes
de la Rote Arme Fraktion (RAF; se estima que el grupo estaba compuesto por unas
pocas decenas de activistas, dos centenares de elementos de apoyo y un máximo
de 3 mil simpatizantes) no daban descanso a los gatillos. Para lograr su noble
propósito de liquidar el capitalismo, los terroristas de la RAF incendiaron
almacenes, asaltaron bancos, ejecutaron a jueces, fiscales y empresarios y, en
colaboración con grupos palestinos radicales, secuestraron aviones repletos de
burgueses. En respuesta, el gobierno de Bonn desató una represión desmesurada
que causó mucho más daño al estado de derecho que los propios terroristas.
Con sus
principales dirigentes en prisión, la RAF libró una guerra sin cuartel, a punta
de aerosecuestros, para lograr la liberación de Meinhof, Baader y los demás.
Uno de esos episodios fue el célebre desvío de un avión de Air France a
Entebbe, Uganda, acción que fue abortada por comandos israelíes; el gobierno de
Bonn replicó con un boletín en el que se informaba de la muerte en prisión, por
ahorcamiento, de Ulrike Meinhof; el asunto culminó con el secuestro de un
aparato de Lufthansa que iba de Mallorca a Frankfurt y que terminó en
Mogadiscio, Somalia, en donde unos comandos alemanes liberaron a los pasajeros
y mataron a tres de los cuatro secuestradores. Unas horas más tarde, las
autoridades germanas aseguraron sin rubor que los cabecillas de la RAF que
permanecían en la cárcel de alta seguridad de Stuttgart habían cometido
suicidio colectivo. En todo caso, sus cerebros fueron preservados y
encomendados, para su estudio, al profesor Juergen Peiffer, de la Universidad
de Tubinga.
El
pasado fin de semana se denunció la desaparición de los órganos. Peiffer aclaró
que, cuando él se retiró, en 1988, dejó los órganos en un anaquel de su
laboratorio y que no supo más. Nadie tiene claro si las masas encefálicas
fueron hurtadas, si un intendente rompió por descuido los frascos y luego borró
las huellas, si los cerebros decidieron pasar a una condición de clandestinidad
aún más severa que la muerte clínica o si escaparon de su encierro para buscar
un poco de afecto.
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