O es manriquismo a ultranza, pero hace 100 años la lucha
contra los terroristas era mucho más fácil que ahora. Un puñado de
conspiradores, casi siempre laicos y lúcidos, preparaban sus acciones durante
muchas semanas y luego, plop, hacían volar por los aires a un zar o a un
ministro. El finado recibía unos funerales solemnes, con el carruaje mortuorio
tirado por percherones blancos, y a continuación el poder afectado iniciaba una
cacería humana generalmente breve, que concluía con el ahorcamiento de él o los
infelices que habían osado romper el orden público. Tales episodios no solían
provocar dilemas morales en ninguno de los bandos --porque ambos estaban
convencidos de estar en lo correcto-- y ni siquiera en el resto de la sociedad,
cuyos miembros salían indemnes del trance. Eran guerras claras entre unos
iluminados que combatían la atrocidad institucionalizada de los gobiernos
mediante acciones igualmente atroces, pero aisladas y dirigidas específicamente
a los directamente responsables de los abusos. Hoy, el conjunto de la clase
política española puede rasgarse todas las vestiduras que quiera pero, en una
fecha tan tardía como el 20 de diciembre de 1973, el homicidio del almirante
Carrero Blanco, en pleno Madrid, a manos de ETA, generó una oleada mundial de simpatía
y atracción hacia los asesinos, tan amplia como el repudio a las carnicerías de
inocentes que perpetran, hoy, los separatistas armados.
Ahora, cuando los monarcas se han convertido en mera
comidilla para escándalos sexuales y los gobernantes efectivos pasean demasiado
blindados como para matarlos de un bombazo, no existe margen, salvo el
siquiátrico, para felicitarse por las masacres de civiles que cometen los
terroristas del presente, especialmente los confesionales, ni para aplaudir
tomas de rehenes multitudinarias o ejecuciones de inocentes. Una cosa es
toparse con la muerte porque eres carnicero del franquismo, o Somoza, o
Pinochet, y otra, bien distinta, volar por los aires porque fuiste a comprar
pan, o saliste a bailar, o tomaste un avión en un viaje de negocios.
El contraterrorismo, por su parte, también ha perdido la
precisión en sus objetivos. Hoy ya no se contenta con ahorcar o fusilar a los
responsables intelectuales y materiales de un atentado, sino que prefiere
destruir todo su entorno. Así lo hace Israel en la Palestina ocupada, así lo
hizo Estados Unidos en Afganistán, así lo hace Putin en Chechenia. A los
restaurantes y centros comerciales destruidos (con todo y sus ocupantes, sí) en
los atentados explosivos se responde con el arrasamiento de barrios, pueblos,
ciudades y países. La dinamita y la goma-2 han sido sustituidas por sustancias
mucho más potentes, pero la soga de la horca o el pelotón de fusilamiento han
sido, a su vez, remplazados por fuerzas aéreas completas, dotadas de un poder
de destrucción realmente cautivador.
Lo anterior viene a cuento porque a inicios de esta semana
los líderes máximos de la Unión Europea acordaron con Vladimir Putin acciones
comunes de lucha contra el terrorismo. Europa occidental se escandalizó cuando
Milosevic arrasó a los bosnios y después a los kosovares. Ahora, en cambio,
parece que van a ayudarle al gobernante ruso a hacer otro tanto con los
chechenos.
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