Fue en
marzo, junio o agosto pasados, en una de las numerosas ocasiones en las que las
fuerzas israelíes de ocupación han tenido a Yasser Arafat agarrado del cogote
en una ruina de Ramallah, y cuando los soldados de Tel Aviv practicaban su
puntería sobre los habitantes civiles en otros puntos de Cisjordania, una
funcionaria del gobierno de Israel me hizo el favor de explicarme que esas
medidas eran dolorosas pero que las autoridades de Tel Aviv no tenían más remedio
que aplicarlas y que, ahora
sí, se acabarían los atentados terroristas en los territorios israelíes
propiamente dichos. No sé cuánta gente descuartizada han dejado los ataques
dinamiteros perpetrados de entonces a la fecha en el campo israelí, cuántos
palestinos han sido convertidos en cadáveres por las fuerzas de ocupación, y ya
no parece relevante cuál de los bandos batea ahora en el turno de la venganza.
La
simulación de humanismo del gobierno de coalición era tan escandalosamente
inverosímil que Shimon Peres y los suyos hubieron de salir de escena y dejar
solos en el poder a los entusiastas de la guerra. Pero los cambios en los
gabinetes palestino e israelí, coincidentes en el tiempo, tampoco lograrán
poner término a la carnicería; conseguirán, a lo sumo, poner en evidencia una
doble simulación: la de una autoridad “nacional” palestina, que ha dejado de
existir, y la de una democracia israelí “a la occidental”, que en realidad ha
sido, desde siempre, rehén de integrismos políticos y religiosos y que carece
de capacidad para negociar la paz.
Hace una
semana Saddam Hussein provocó la hilaridad mundial al ganar, con ciento por
ciento de los votos, un referéndum sobre su permanencia en el poder. Su triunfo
superó incluso las cifras del Partido Comunista Cubano, el cual, cada vez que
se ha consultado si debe seguir gobernando Cuba, se ha mostrado invariable y
abrumadoramente de acuerdo consigo mismo. Estados Unidos, por su parte, ha
demostrado ser una nación tan respetuosa de las minorías que hace dos años se
le cedió la Presidencia a un hombre que perdió las elecciones.
George
W. Bush no llegó a la Casa Blanca como consecuencia del sufragio popular
mayoritario, sino gracias a las triquiñuelas electorales de su hermano Jeb, en
Florida. Desde un primer momento dio muestras de su gusto por la mediocridad y
la sombra, y acaso habría seguido así durante su periodo. En realidad, Bush
hijo le debe la existencia a Osama Bin Laden, tanto como éste fue engendrado --política
y administrativamente, al menos-- por Bush padre en los tiempos aciagos de la
ocupación soviética de Afganistán. No está claro hasta ahora si la simulación
reside en las amistades cruzadas entre las dinastías Bush-Bin Laden o en la
confrontación sangrienta y costosísima en la que ambas partes dicen estar
enfrascadas.
Hay
muchos otros ejemplos. En lo inmediato, en este mundo uno no puede ya pasearse
por ahí, con el riesgo de entrar en contacto con discursos oficiales, y sin
intérpretes a la mano.
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