El
gobierno ruso tuvo una espléndida idea para resolver la crisis de los rehenes
en el teatro del antiguo Palacio de la Cultura de Moscú: dormir a los
terroristas chechenos mediante la aplicación, en el local, de un gas inocuo con
propiedades anestésicas. De esa manera las tropas especiales del Ministerio del
Interior podrían quitarles a los rehenes, también dormidos, con la misma
suavidad con la que se le retira el oso de peluche a un infante para que no le
estorbe el sueño.
Visto
con atención, el plan del gobierno de Putin era casi perfecto. Lo único que no
resultaba factible era que las fuerzas de asalto repartieran catres, almohadas
y cobijas para que los terroristas chechenos y sus secuestrados pudieran
abandonarse a un sueño reparador mientras los primeros eran rescatados de los
segundos, y los segundos eran rescatados de sí mismos por un gobierno maternal
y hasta consentidor.
Era una
idea tan astuta como humanitaria que habría evitado un baño de sangre, ataques
cardiacos entre los espectadores retenidos y hasta golpes. Si funcionaba
correctamente, el método podría ser sistematizado y exportado a países
necesitados de herramientas de coerción suave.
Es
cierto que no funcionó a la perfección, que casi 120 rehenes se quedaron
dormidos para siempre, que otros 200 permanecen hospitalizados y que algunos de
los asaltantes recibieron el tiro de gracia mientras soñaban que saltaban en
una pradera verde y cálida. Pero lo verdaderamente importante de esta historia
no es el número de fallecimientos, sino la propuesta de que un crimen es menos
atroz si se ahorra el sufrimiento a la víctima. En el fondo, las buenas
intenciones de Putin y sus empleados se hermanan con las ideas de las
autoridades penales de Estados Unidos sobre la pena de muerte: en la triple
inyección con que se ejecuta a los condenados la primera sustancia es un
sedante, y la segunda un anestésico general; cuando el pobre diablo recibe la
tercera carga, la mortal, se encuentra tan consciente como una lechuga hervida.
Es
razonable suponer que, tras la experiencia lograda por las fuerzas especiales
moscovitas, se popularicen, en la lucha contra el terrorismo, nuevos
instrumentos de tecnología y piedad avanzadas, como balas y cuchillos con
anestesia de efecto fulminante. También habría que pedir al gobierno ruso que
revele, por caridad, el secreto de su gas, a fin de que éste, de ahora en
adelante, pueda ser esparcido sobre los campos de batalla --ciudades
palestinas, villorrios afganos, hoteles balineses, autobuses israelíes--
segundos antes de que las armas realmente mortíferas entren en acción. De esa
manera se lograría un adelanto enorme en la ética del poder, porque podría
empezar a hablarse del ejercicio de una violencia humanitaria.
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