En
Rosario cae la tarde. Hace ya mucho tiempo que el doctor Guevara alcanzó la
edad en la que la razón corroe las convicciones morales absolutas: a sus 74
años mira hacia atrás, contempla la obra de su vida y se siente feliz, pese a
todo. El mundo no cambió en la manera radical que él, siendo joven, habría
esperado; la historia se movió en direcciones contradictorias y ahora todo
está, a un tiempo, peor y mejor que antes. Él, en este albor de milenio nuevo,
también está peor y mejor que en los idílicos años 50, cuando estuvo a punto de
embarcarse con los jóvenes soñadores que intentaron hacer una revolución en
Cuba y que murieron –todos-- ametrallados por las tropas de Fulgencio Batista
en la Playa de las Coloradas, justo después de desembarcar de un yate de recreo
antes de que pudieran internarse en la zona de manglares, rumbo a la Sierra. “En
el año 1956 seremos libres o seremos mártires”, había declarado Fidel Castro,
el líder de aquella aventura, y resultó lo segundo.
En
ocasiones, el doctor Guevara recuerda esa época y sueña con el mundo que sería
si él hubiese subido a la embarcación para morir unos días después en una playa
extranjera. Tal vez se habría convertido en una leyenda mundial, en el
paradigma de la generosidad y el sacrificio, en el ejemplo de la entrega
desinteresada a causas ajenas y extrañas. Acaso su cara de muchacho imberbe
hubiese sido estampada por miles, junto con las de los otros expedicionarios,
en los billetes de banco y en los edificios de la nueva Cuba. Pero las cosas
ocurrieron de diferente manera, y a él le parece que la vida es un compendio de
satisfacciones y de frustraciones que en total suman algo muy cercano a cero,
pero que vale la pena tal como es y por sí misma.
El
doctor Guevara desperdició esa oportunidad remota de convertirse en un héroe
mítico --o, quién sabe, en un mero organismo muerto y desamparado, tostado por
el sol de una playa extranjera-- pero después de esas noches frías de México al
lado de Castro y sus cubanos revolucionarios volvió a interesarse en la
medicina. Regresó a la universidad, cursó estudios superiores en epidemiología
e inmunología y, durante una década, se concentró en la investigación. Se dejó
llevar por una intuición genial, siguió una pista que parecía conducir a una
relación entre ciertos cuadros de asma e irregularidades hormonales, y vivió la
sensación impagable de estar a centímetros de un hallazgo fundamental.
Castro,
por su parte, sí que se convirtió en un ídolo póstumo. Batista fue derrocado
unos años después del fallido desembarco por un grupo de militares jóvenes que
convocaron a elecciones. Un hermano menor de Castro, Raúl, que se había quedado
en México, aprovechó el súbito clima de libertad para volver a Cuba, reagrupar
a los cabos sueltos del Movimiento 26 de Julio y lanzar su propia candidatura
presidencial tomando como bandera la memoria del hermano mártir. El doctor
Guevara no sonríe cuando recuerda el triste y escandaloso final del gobierno de
Raúl Castro, a mediados de los 60. Prefiere evocar la etapa siguiente a la de
la investigación, cuando volvió a Rosario y se enfrascó en una campaña titánica
con la burocracia gubernamental para fundar, allí, el Centro de Investigación
de Alergias, el Cenia, una institución modesta pero que es, a fin de cuentas,
la obra de su vida.
Anochece
ya en Rosario y una nieta adolescente del doctor Guevara llega a la casa de su
abuelo amadísimo. El anfitrión se pone feliz y respira con la serenidad de un
hombre que ha podido escoger entre dos cursos de vida radicalmente distintos.
Optó por uno que le permitió convivir con su primera y con su segunda esposas,
con sus hijos y, durante unos años, construir juguetes rústicos y fascinantes
para sus nietos amados. Sabe, con la sabiduría de la madurez, que no escogió
entre el bien y el mal, sino entre el deber y el deseo. Eso sí, no cambia por
nada la satisfacción animal de estar vivo, a pesar de los achaques, ni la
tranquilidad moral de haber salvado muchas vidas y no haber provocado, inducido
ni pregonado la muerte de nadie. A veces le gusta imaginar su cara de joven
desafiante puesta como ejemplo de martirio solidario, pero luego recapacita y
se pregunta, con pudor y desagrado, si un icono de ese tipo no habría sido
incorporado a la imaginería oficial, un tanto aburrida y asfixiante, de los
gobiernos emanados de la revolución socialista latinoamericana que tuvo lugar
entre 1972 y 1979 y que estableció, en el subcontinente, el actual régimen
confederado: solidario, sí, pero corrupto; soberano, sí, pero antidemocrático;
participativo, sí, pero corroído por la burocracia; aferrado, en fin, a un
paradigma obsoleto. Y el doctor Guevara no puede evitar una sonrisa al pensar
que Cuba es, precisamente, el único país de la región que permaneció ajeno a
ese proceso porque los tres años atroces de la presidencia de Raúl Castro
vacunaron para siempre a la población contra cualquier idea de revolución o
socialismo.
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