1.10.02

Antisemitismo


El antisemitismo es el odio a los judíos, es decir, a quienes practican las costumbres religiosas, sociales y calendáricas propias del judaísmo.

El antisemitismo más primitivo y ramplón justifica el odio a los judíos porque éstos, supuestamente, mataron a Jesús, quien a fin de cuentas era uno de los suyos. Los cristianos, para quienes Jesús era El Bueno, concluyeron con facilidad que los judíos eran, en consecuencia, Los Malos: se robaban a los niños, se los comían, y en sus ceremonias de culto ratificaban su alianza con Satanás. Por singularidad cultural y religiosa o por trashumancia, los judíos parecían aliados naturales de las brujas, de los gitanos y de la gente de teatro, a la cual también le estaba vedado el descanso eterno en tierras consagradas.

El antisemitismo moderno, más sofisticado pero no menos estúpido, argumenta que los judíos son los culpables de todas las conspiraciones imaginables contra la paz, la estabilidad, la democracia y la felicidad de los pueblos. Desde ese imaginario se les ha asociado con los masones, con los bolcheviques y con los homosexuales.

El miedo o el odio a los judíos, en tanto que personas, se convirtió en incapacidad para imaginar que ese grupo de seres humanos pudiera ser sujeto de alguna clase de derecho. En diversos países europeos se les prohibió la propiedad de tierras, Stalin los expulsó del Partido Comunista y de los sindicatos, y el régimen nazi de Alemania concluyó que la mera existencia de los judíos resultaba ofensiva para el pueblo ario y se dedicó, en consecuencia, a asesinarlos en masa.

Sería iluso desconocer que diversas formas de antisemitismo aún están presentes --de manera sutil o brutal-- en sectores y expresiones de las sociedades contemporáneas. Sentir ascos porque el yerno o la nuera asisten a la sinagoga, suponer que el incremento del desempleo es una conspiración cocinada en el Deportivo Israelita, profanar un cementerio hebreo, afirmar que Auschwitz y Dachau eran en realidad albergues humanitarios, desear que Saddam Hussein aviente sobre Tel Aviv unos misiles rellenos de Baygón o ponerse a dar brinquitos de felicidad porque una docena de israelíes resultaron destripados en el atentado terrorista del día son, en magnitudes y gravedades diversas, expresiones claras, inequívocas y contundentes del antisemitismo que persiste entre nosotros y que constituye, a estas alturas, una intolerable vergüenza.

Hoy, en función de necesidades políticas y diplomáticas de la coyuntura, el gobierno de Ariel Sharon pretende convencer al mundo de que cualquier crítica a sus salvajadas es, también, una manifestación de antisemitismo. Se trata de un chantaje inaceptable para los gentiles que tenemos una noción, así sea somera, del humanismo hebreo, o para quienes sostenemos vínculos de amistad, afecto y afinidad con integrantes de las comunidades judías.

Al afirmar que Sharon es genocida, cruel y pernicioso para el futuro de Israel y de toda la región no conlleva carga alguna de antisemitismo. Afirmar lo contrario es tan absurdo como hallarle connotaciones antimexicanas a la consigna “Díaz Ordaz, asesino”, como decir que quienes criticaban a la dictadura de Pinochet eran enemigos de Chile --Pinochet lo aseguraba, claro-- o como descubrir una traición a Latinoamérica en quienes sostuvieron, en su momento, que los gorilas argentinos no iniciaron la guerra de las Malvinas por patriotas, sino por imbéciles.

Condenar las masacres de civiles palestinos por las fuerzas de ocupación israelíes no es antisemitismo. Deplorar que Sharon y los suyos estén llevando al Estado hebreo a equipararse moralmente con Hamas y Hezbollah no implica ninguna suerte de fobia antijudía. Exigir que Israel acate las resoluciones de la ONU que le ordenan retirarse de las tierras palestinas no es antisemitismo. Señalar la necesidad de una reforma profunda del Estado israelí para que pueda convivir en paz con sus vecinos árabes no es antisemitismo. Demandar, incluso, que la comunidad internacional dé a Sharon un trato comparable al que reservó a Slobodan Milosevic no es antisemitismo. El clamor por el respeto a la legalidad internacional no debe confundirse --como lo quisiera Sharon-- con el barullo de un pogromo.

Lo que el gobernante de Israel ha perpetrado y sigue perpetrando día con día en Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental es criminal y repudiable, y tales adjetivos no guardan relación ninguna con la condición judía del responsable. Si fuese obra de un druso, de un kurdo, de un salvadoreño o de un grecochipriota, seguiría siendo, por igual, una atrocidad.

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