El
antisemitismo es el odio a los judíos, es decir, a quienes practican las
costumbres religiosas, sociales y calendáricas propias del judaísmo.
El
antisemitismo más primitivo y ramplón justifica el odio a los judíos porque
éstos, supuestamente, mataron a Jesús, quien a fin de cuentas era uno de los
suyos. Los cristianos, para quienes Jesús era El Bueno, concluyeron con
facilidad que los judíos eran, en consecuencia, Los Malos: se robaban a los
niños, se los comían, y en sus ceremonias de culto ratificaban su alianza con
Satanás. Por singularidad cultural y religiosa o por trashumancia, los judíos
parecían aliados naturales de las brujas, de los gitanos y de la gente de
teatro, a la cual también le estaba vedado el descanso eterno en tierras
consagradas.
El
antisemitismo moderno, más sofisticado pero no menos estúpido, argumenta que
los judíos son los culpables de todas las conspiraciones imaginables contra la
paz, la estabilidad, la democracia y la felicidad de los pueblos. Desde ese
imaginario se les ha asociado con los masones, con los bolcheviques y con los
homosexuales.
El
miedo o el odio a los judíos, en tanto que personas, se convirtió en
incapacidad para imaginar que ese grupo de seres humanos pudiera ser sujeto de
alguna clase de derecho. En diversos países europeos se les prohibió la
propiedad de tierras, Stalin los expulsó del Partido Comunista y de los
sindicatos, y el régimen nazi de Alemania concluyó que la mera existencia de
los judíos resultaba ofensiva para el pueblo ario y se dedicó, en consecuencia,
a asesinarlos en masa.
Sería
iluso desconocer que diversas formas de antisemitismo aún están presentes --de
manera sutil o brutal-- en sectores y expresiones de las sociedades
contemporáneas. Sentir ascos porque el yerno o la nuera asisten a la sinagoga,
suponer que el incremento del desempleo es una conspiración cocinada en el
Deportivo Israelita, profanar un cementerio hebreo, afirmar que Auschwitz y
Dachau eran en realidad albergues humanitarios, desear que Saddam Hussein
aviente sobre Tel Aviv unos misiles rellenos de Baygón o ponerse a dar
brinquitos de felicidad porque una docena de israelíes resultaron destripados
en el atentado terrorista del día son, en magnitudes y gravedades diversas,
expresiones claras, inequívocas y contundentes del antisemitismo que persiste
entre nosotros y que constituye, a estas alturas, una intolerable vergüenza.
Hoy, en
función de necesidades políticas y diplomáticas de la coyuntura, el gobierno de
Ariel Sharon pretende convencer al mundo de que cualquier crítica a sus
salvajadas es, también, una manifestación de antisemitismo. Se trata de un
chantaje inaceptable para los gentiles que tenemos una noción, así sea somera,
del humanismo hebreo, o para quienes sostenemos vínculos de amistad, afecto y
afinidad con integrantes de las comunidades judías.
Al
afirmar que Sharon es genocida, cruel y pernicioso para el futuro de Israel y
de toda la región no conlleva carga alguna de antisemitismo. Afirmar lo
contrario es tan absurdo como hallarle connotaciones antimexicanas a la
consigna “Díaz Ordaz, asesino”, como decir que quienes criticaban a la
dictadura de Pinochet eran enemigos de Chile --Pinochet lo aseguraba, claro-- o
como descubrir una traición a Latinoamérica en quienes sostuvieron, en su
momento, que los gorilas argentinos
no iniciaron la guerra de las Malvinas por patriotas, sino por imbéciles.
Condenar
las masacres de civiles palestinos por las fuerzas de ocupación israelíes no es
antisemitismo. Deplorar que Sharon y los suyos estén llevando al Estado hebreo
a equipararse moralmente con Hamas y Hezbollah no implica ninguna suerte de
fobia antijudía. Exigir que Israel acate las resoluciones de la ONU que le
ordenan retirarse de las tierras palestinas no es antisemitismo. Señalar la
necesidad de una reforma profunda del Estado israelí para que pueda convivir en
paz con sus vecinos árabes no es antisemitismo. Demandar, incluso, que la
comunidad internacional dé a Sharon un trato comparable al que reservó a
Slobodan Milosevic no es antisemitismo. El clamor por el respeto a la legalidad
internacional no debe confundirse --como lo quisiera Sharon-- con el barullo de
un pogromo.
Lo que
el gobernante de Israel ha perpetrado y sigue perpetrando día con día en
Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental es criminal y repudiable, y tales
adjetivos no guardan relación ninguna con la condición judía del responsable.
Si fuese obra de un druso, de un kurdo, de un salvadoreño o de un
grecochipriota, seguiría siendo, por igual, una atrocidad.
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