Hace 39 años, Lee Harvey Oswald cambió la historia de
Estados Unidos con un rifle para cazar venados. Según la versión oficial, ese
solo instrumento, operado a cientos de metros de su objetivo, bastó para
destruir la masa encefálica del entonces presidente John Fitzgerald Kennedy,
situar en la Casa Blanca a un texano no muy distante del analfabetismo (justo
como el actual) y desencadenar sobre la población del país vecino una sensación
de desamparo y orfandad en cuya superación se han invertido, desde entonces,
muchos miles de billones de dólares. Estados Unidos es una nación belicosa, y
esas sumas astronómicas sólo por excepción han servido para financiar
décadas-hombre de divanes sicoanalíticos; en su enorme mayoría, los dólares se
han ido en máquinas, sistemas, instalaciones, satélites, circuitos y lámparas
para identificar, iluminar, neutralizar y destruir a un enemigo nacional
cruelmente ubicuo y dotado de una increíble capacidad de transformación y
mutación.
El siguiente gran ataque a la seguridad (espiritual y
física) de los gringos ocurrió hace un año, y requirió muchos más medios
materiales que un simple rifle de cacería. Según la versión oficial, Al Qaeda
empleó 19 operadores (el vigésimo, al parecer, se quedó dormido y perdió el
vuelo), cuatro aviones de pasajeros, cientos de miles de litros de combustible,
dos edificios de fama mundial y más de 3 mil cuerpos humanos --el evidente
interés de los terroristas estaba en los organismos, no en los individuos--
para producir un shock que
superó, con mucho, el asesinato de Kennedy. A diferencia de lo ocurrido en
Dallas, en Nueva York no fue necesario eliminar la masa encefálica del
presidente, acaso porque el de turno ha dado muestras de no tener demasiada.
Uno de los indicios más sólidos de lo anterior es que, para
reparar la seguridad (síquica y militar) de un país devastado por esos ataques,
hace cosa de un año George W. Bush pidió y obtuvo de su Congreso un presupuesto
militar de 318 mil millones de dólares, aplicables tanto dentro como fuera del
territorio de Estados Unidos. No se le ocurrió que la destrucción de Al Qaeda
no requiere de más bombarderos, submarinos, misiles crucero, satélites y
tanques sino, sobre todo, de una ardua labor de diplomacia, de inteligencia, de
acciones encubiertas y, en una actitud propositiva, de programas para el
desarrollo y la cooperación internacional. Este mes, el Legislativo y el
Ejecutivo de Estados Unidos decidieron incrementar el presupuesto de defensa en
12 por ciento para el año próximo.
Con una pequeña fracción de esas sumas disparatadas, ya se
sabe, el mundo podría realizar grandes avances en materia de combate a la
pobreza, de contención de la epidemia de sida o de promoción de la cultura.
Pero no es ése el punto. Lo más triste es que el gobierno de Estados Unidos,
con todo y sus 318 mil millones de dólares, no ha sido capaz de proteger la
vida de nueve ciudadanos asesinados de un solo balazo, cada uno por alguien o
algo interesado en generar una nueva ola de terror en los suburbios de la
capital del país más poderoso --y el más impotente-- del mundo.
Habida cuenta de la participación del Pentágono en la
cacería de sospechosos, es justo equiparar a quien sea el responsable de los
homicidios con las fuerzas armadas de Estados Unidos, y constatar que el
francotirador --si es que es uno, si es que existe, si es que no se trata de un
equipo de exterminadores concebido para generar quién sabe qué efectos en la
opinión pública-- se ha anotado un demoledor y horrendo triunfo en materia de
rentabilidad y correlación de costo-beneficio: hasta ayer, una camioneta
blanca, unas cartas de tarot y un rifle de asalto calibre .223 habían logrado
derrotar los esfuerzos multimillonarios que realiza el gobierno de Estados
Unidos para garantizar la vida de sus ciudadanos. A menos, claro, que los
homicidios de Maryland sean una parte inconfesable de tales esfuerzos.
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