Ciertos iraquíes patrioteros y más de algún islámico
despistado y fundamentalista dieron saltitos de alegría cuando se enteraron que
el transbordador Columbia se
había desintegrado en el cielo de Texas mientras traía de regreso al planeta a
dos anglosajones, un negro, dos mujeres y un judío: el viejo cacharro espacial
se puso a hervir, en su reingreso a la atmósfera, para convertirse en una
versión macabra del melting
pot en
el que se fundieron las razas, sexos, religiones y culturas que venían de su
representación orbital. Hay que tener compasión y simpatía para con esos
trabajadores migrantes que, momentos antes de la destrucción del vehículo,
pudieron imaginar sus cartílagos, sus huesos, sus nervios y sus uñas,
esparcidos por cientos de kilómetros de llanura texana, fertilizando cruceros,
centros comerciales, escuelas primarias y jardines traseros de domicilios
privados. No tengo ningún indicio específico de la existencia de Alá, pero si
la respuesta a este dilema eterno es afirmativa, cabría suponerlo consternado
ante sus siete criaturas achicharradas en los fuegos fatuos de la alta
atmósfera, y no radiante de felicidad por esa tragedia.
Pero el Columbia no
era únicamente el refugio que protegía a siete organismos humanos, frágiles y
variopintos, de las radiaciones nocivas, las temperaturas extremas y la baja
presión del espacio. Su significación iba más allá de una maquinaria de epopeya
y miles de millones de dólares. En el terreno de lo simbólico, ese
transbordador era uno de los falos predilectos del machismo oficial
estadunidense y un orgullo central del multitudinario reptil político que ahora
se empeña en provocar, en miles de organismos iraquíes, daños similares a los
sufridos por los siete cuerpos que se dispersaron, en la mañana del sábado, en
el cielo de Texas.
Aunque haya que distinguir entre la investigación espacial y
la disputa por el petróleo y por los agravios dinásticos entre los Bush y los
Hussein, y aunque la tragedia del transbordador no parezca ser una obra piadosa
de Alá, sino el producto de un error humano o de un fallo mecánico, el arañazo
de estelas de humo en que se convirtió el Columbia es
una señal ominosa en los días que corren. Ominosa, sí, pero ¿para quién?
¿Para los accionistas del petróleo, los armamentos y los
medios informativos que necesitan la guerra o para los escolapios, las
agricultoras, los farmacéuticos y los contadores iraquíes a los que el
presidente de Estados Unidos se empeña en asesinar? ¿Para los políticos
crédulos de Washington que realmente se tragan el cuento de la “amenaza
terrorista” procedente de Bagdad o para los que vivimos con el Jesús --o el
Mahoma-- en la boca y la náusea de la preguerra incubada en el esófago? ¿Para
papá Bush, su primogénito trepanado y sus contrapartes iraquíes --el otro
asesino y el otro hijo predilecto-- o para quienes entienden que la
confrontación bélica no puede acabar bien, en ninguna circunstancia?
Si la guerra viene la perderemos todos, y los siete
fallecidos del Columbia habrán
tenido, al menos, la fortuna de no presenciarla. Y si logramos eludirla, las
estelas de humo en el cielo matutino de Texas serán recordadas por algunos como
una evocación del paso de los ángeles.
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