4.2.03

Señal ominosa


Ciertos iraquíes patrioteros y más de algún islámico despistado y fundamentalista dieron saltitos de alegría cuando se enteraron que el transbordador Columbia se había desintegrado en el cielo de Texas mientras traía de regreso al planeta a dos anglosajones, un negro, dos mujeres y un judío: el viejo cacharro espacial se puso a hervir, en su reingreso a la atmósfera, para convertirse en una versión macabra del melting pot en el que se fundieron las razas, sexos, religiones y culturas que venían de su representación orbital. Hay que tener compasión y simpatía para con esos trabajadores migrantes que, momentos antes de la destrucción del vehículo, pudieron imaginar sus cartílagos, sus huesos, sus nervios y sus uñas, esparcidos por cientos de kilómetros de llanura texana, fertilizando cruceros, centros comerciales, escuelas primarias y jardines traseros de domicilios privados. No tengo ningún indicio específico de la existencia de Alá, pero si la respuesta a este dilema eterno es afirmativa, cabría suponerlo consternado ante sus siete criaturas achicharradas en los fuegos fatuos de la alta atmósfera, y no radiante de felicidad por esa tragedia.

Pero el Columbia no era únicamente el refugio que protegía a siete organismos humanos, frágiles y variopintos, de las radiaciones nocivas, las temperaturas extremas y la baja presión del espacio. Su significación iba más allá de una maquinaria de epopeya y miles de millones de dólares. En el terreno de lo simbólico, ese transbordador era uno de los falos predilectos del machismo oficial estadunidense y un orgullo central del multitudinario reptil político que ahora se empeña en provocar, en miles de organismos iraquíes, daños similares a los sufridos por los siete cuerpos que se dispersaron, en la mañana del sábado, en el cielo de Texas.

Aunque haya que distinguir entre la investigación espacial y la disputa por el petróleo y por los agravios dinásticos entre los Bush y los Hussein, y aunque la tragedia del transbordador no parezca ser una obra piadosa de Alá, sino el producto de un error humano o de un fallo mecánico, el arañazo de estelas de humo en que se convirtió el Columbia es una señal ominosa en los días que corren. Ominosa, sí, pero ¿para quién?

¿Para los accionistas del petróleo, los armamentos y los medios informativos que necesitan la guerra o para los escolapios, las agricultoras, los farmacéuticos y los contadores iraquíes a los que el presidente de Estados Unidos se empeña en asesinar? ¿Para los políticos crédulos de Washington que realmente se tragan el cuento de la “amenaza terrorista” procedente de Bagdad o para los que vivimos con el Jesús --o el Mahoma-- en la boca y la náusea de la preguerra incubada en el esófago? ¿Para papá Bush, su primogénito trepanado y sus contrapartes iraquíes --el otro asesino y el otro hijo predilecto-- o para quienes entienden que la confrontación bélica no puede acabar bien, en ninguna circunstancia?

Si la guerra viene la perderemos todos, y los siete fallecidos del Columbia habrán tenido, al menos, la fortuna de no presenciarla. Y si logramos eludirla, las estelas de humo en el cielo matutino de Texas serán recordadas por algunos como una evocación del paso de los ángeles.


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