18.3.03

Bush y la verdad


El domingo pasado tuvo lugar, en una base militar de las islas Azores, una reunión entre el presidente de Estados Unidos, George Walker Bush; el primer ministro británico, Tony Blair, y el presidente del gobierno español, José María Aznar. El encuentro habría podido llamarse el de los tres jinetes del Apocalipsis, de no ser porque el tercero tiene más de montura que de jinete. Allí, el ignaro y violento ocupante de la Casa Blanca incrustó la palabra “verdad” en una frase sacada de una publicación moonie o de algún juego electrónico de fabricación taiwanesa: “Mañana --dijo, refiriéndose a ayer lunes-- es un momento de la verdad para el mundo” (tomorrow is a moment of truth for the world). Todo ello, en alusión a su berrinche de uncir al planeta a una aventura de destrucción de seres humanos que, para colmo, está terminando de empantanar a las economías occidentales en los tremedales de la recesión. Pero ayer, lunes 17 de marzo, George Walker restregó en la cara del mundo no una verdad, sino un conjunto de verdades, mentiras, amenazas y distorsiones, que tomadas en conjunto constituyen la puerta de entrada a una nueva guerra y a una nueva estupidez.

Bush ha dicho desde siempre que Saddam es un tirano brutal, sanguinario y autoritario, y dice verdad. Dice que el gobernante iraquí ha empleado armas químicas contra iraníes y kurdos, y dice verdad. Afirma que el hombre fuerte de Bagdad es fementido y zaino (del árabe hain, traidor), y dice verdad. Adicionalmente, el ocupante de la Casa Blanca arguye que las fuerzas armadas de Estados Unidos (porque, a como van las cosas, es posible que las inglesas se queden en casa, y que las españolas se limiten a esparcir un poco de azafrán sobre las ruinas de Irak) están en condiciones de asestar una derrota aplastante y rápida al ejército iraquí, y muy probablemente esa previsión sea también verdad, aunque una verdad que se queda corta: las fuerzas armadas de Estados Unidos propinarán un golpe devastador no sólo a los aparatos militares iraquíes, sino también a los civiles y a la infraestructura, los servicios básicos, las escuelas, los templos, los mercados, los hospitales, los burdeles, las peluquerías y los cementerios de Irak.

De ahí en adelante, todo lo que Bush llama “la verdad” es más bien un conjunto de falsedades: que el régimen de Bagdad tiene armas de destrucción masiva en grandes cantidades; que es una amenaza para sus vecinos, para Estados Unidos y para el mundo entero; que mantiene una alianza estratégica con la red Al Qaeda y que es promotor del terrorismo. El presidente de Estados Unidos afirma que actúa en nombre de la paz, cuando todo el planeta, incluida su mamá, sabe que Bush Jr. es el más empecinado partidario de la guerra; se presenta como defensor de la democracia, pero su gobierno es fruto de un fraude electoral; no tiene más recurso --político, espiritual, humano-- que la barbarie y pretende venderse como civilizador. Promete que se empeñará en la reconstrucción humanitaria de Irak mientras lo desmiente el Afganistán todavía --y por un buen tiempo-- destruido. Asegura que no va en pos del petróleo de los iraquíes, pero sólo le ha faltado, para convencernos de lo contrario, babear unas gotas de crudo en sus presentaciones en público.

Pero Bush, que es analfabeto funcional, no fue capaz de decir el momento de la guerra y dijo, en cambio, “el momento de la verdad”; 24 horas más tarde divulgó un ultimátum que marca el momento de la muerte y que, en sus consecuencias inmediatas, nos llenará la vida, la visión y el desayuno con nuevos cadáveres pudriéndose bajo el sol del desierto, que nos pondrá en nuevas penurias económicas, que nos condimentará el transcurrir cotidiano con renovados actos de barbarie perpetrados --poco importa-- por los terroristas o por los contraterroristas.

Tengo fundados motivos para suponer que, antes de emitir su rebuzno en mitad del Atlántico, acompañado por Blair y Aznar, y antes de anunciar el inicio de las formalidades bélicas en algo así como 72 horas, el jumento presidencial estadunidense no tuvo la precaución de consultar un diccionario para enterarse de lo que significa la palabra verdad o, para ponerlo en su idioma, el vocablo truth, que se remonta al inglés arcaico treowth (fidelidad) y que, como lo propone el Merriam-Webster, denota “la propiedad de estar en concordancia con los hechos o la realidad” (the property of being in accord with fact or reality). Ese descuido habría sido imperdonable en un estadista de los imperios ilustrados de la “vieja Europa”, pero es comprensible en el entorno de vulgaridad petrolera y rumiadora de goma de mascar de la dinastía Bush.

José Ferrater Mora, el filósofo republicano y desterrado, escribió en nuestro idioma una definición que dice: “Para la escolástica la verdad es adecuación, concordancia o conveniencia del intelecto y de la cosa”, teoría a la que vuelven, en parte, los filósofos de la época actual, para definir el concepto “como la conformidad entre el conocimiento y la situación objetiva a que el conocimiento apunta”, quedando así fundada “en un solo concepto la distinción habitual entre la verdad objetiva y la verdad lógica formal”: coincidencia o correspondencia entre el conocimiento y lo conocido (Diccionario de Filosofía, Ed. Atlante, 1941, p. 574).

Pero vamos a la guerra no sólo por la completa falta de nociones de la verdad en la cabeza de George Walker, sino también porque, para colmo, Saddam carece del sentido del humor, la valentía, la compasión, el amor a la vida y demás atributos que se requerirían para, en la presente circunstancia, hacer las maletas, tomar un avión a Suiza y propinar de esa forma una derrota política y moral aplastante y definitiva a Bush Jr. Y la verdad estará entre las víctimas de la guerra, junto a los niños, las abuelas, los soldados, las iglesias, los automóviles, los puentes y los alminares de Bagdad.

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