El
domingo pasado tuvo lugar, en una base militar de las islas Azores, una reunión
entre el presidente de Estados Unidos, George Walker Bush; el primer ministro
británico, Tony Blair, y el presidente del gobierno español, José María Aznar.
El encuentro habría podido llamarse el de los tres jinetes del Apocalipsis, de
no ser porque el tercero tiene más de montura que de jinete. Allí, el ignaro y
violento ocupante de la Casa Blanca incrustó la palabra “verdad” en una frase
sacada de una publicación moonie o de
algún juego electrónico de fabricación taiwanesa: “Mañana --dijo, refiriéndose
a ayer lunes-- es un momento de la verdad para el mundo” (tomorrow is a
moment of truth for the world). Todo ello, en alusión a su berrinche de
uncir al planeta a una aventura de destrucción de seres humanos que, para
colmo, está terminando de empantanar a las economías occidentales en los
tremedales de la recesión. Pero ayer, lunes 17 de marzo, George Walker restregó
en la cara del mundo no una verdad, sino un conjunto de verdades, mentiras,
amenazas y distorsiones, que tomadas en conjunto constituyen la puerta de
entrada a una nueva guerra y a una nueva estupidez.
Bush ha
dicho desde siempre que Saddam es un tirano brutal, sanguinario y autoritario,
y dice verdad. Dice que el gobernante iraquí ha empleado armas químicas contra
iraníes y kurdos, y dice verdad. Afirma que el hombre fuerte de Bagdad es
fementido y zaino (del árabe hain, traidor), y dice verdad.
Adicionalmente, el ocupante de la Casa Blanca arguye que las fuerzas armadas de
Estados Unidos (porque, a como van las cosas, es posible que las inglesas se
queden en casa, y que las españolas se limiten a esparcir un poco de azafrán
sobre las ruinas de Irak) están en condiciones de asestar una derrota
aplastante y rápida al ejército iraquí, y muy probablemente esa previsión sea
también verdad, aunque una verdad que se queda corta: las fuerzas armadas de
Estados Unidos propinarán un golpe devastador no sólo a los aparatos militares
iraquíes, sino también a los civiles y a la infraestructura, los servicios
básicos, las escuelas, los templos, los mercados, los hospitales, los burdeles,
las peluquerías y los cementerios de Irak.
De ahí
en adelante, todo lo que Bush llama “la verdad” es más bien un conjunto de
falsedades: que el régimen de Bagdad tiene armas de destrucción masiva en
grandes cantidades; que es una amenaza para sus vecinos, para Estados Unidos y
para el mundo entero; que mantiene una alianza estratégica con la red Al Qaeda
y que es promotor del terrorismo. El presidente de Estados Unidos afirma que
actúa en nombre de la paz, cuando todo el planeta, incluida su mamá, sabe que
Bush Jr. es el
más empecinado partidario de la guerra; se presenta como defensor de la
democracia, pero su gobierno es fruto de un fraude electoral; no tiene más
recurso --político, espiritual, humano-- que la barbarie y pretende venderse
como civilizador. Promete que se empeñará en la reconstrucción humanitaria de
Irak mientras lo desmiente el Afganistán todavía --y por un buen tiempo--
destruido. Asegura que no va en pos del petróleo de los iraquíes, pero sólo le
ha faltado, para convencernos de lo contrario, babear unas gotas de crudo en
sus presentaciones en público.
Pero
Bush, que es analfabeto funcional, no fue capaz de decir el momento de la
guerra y dijo, en cambio, “el momento de la verdad”; 24 horas más tarde divulgó
un ultimátum que marca el momento de la muerte y que, en sus consecuencias
inmediatas, nos llenará la vida, la visión y el desayuno con nuevos cadáveres
pudriéndose bajo el sol del desierto, que nos pondrá en nuevas penurias
económicas, que nos condimentará el transcurrir cotidiano con renovados actos
de barbarie perpetrados --poco importa-- por los terroristas o por los
contraterroristas.
Tengo
fundados motivos para suponer que, antes de emitir su rebuzno en mitad del
Atlántico, acompañado por Blair y Aznar, y antes de anunciar el inicio de las
formalidades bélicas en algo así como 72 horas, el jumento presidencial
estadunidense no tuvo la precaución de consultar un diccionario para enterarse
de lo que significa la palabra verdad o, para ponerlo en su idioma, el vocablo truth,
que se remonta al inglés arcaico treowth (fidelidad)
y que, como lo propone el Merriam-Webster, denota “la
propiedad de estar en concordancia con los hechos o la realidad” (the
property of being in accord with fact or reality). Ese descuido habría sido
imperdonable en un estadista de los imperios ilustrados de la “vieja Europa”,
pero es comprensible en el entorno de vulgaridad petrolera y rumiadora de goma
de mascar de la dinastía Bush.
José
Ferrater Mora, el filósofo republicano y desterrado, escribió en nuestro idioma
una definición que dice: “Para la escolástica la verdad es adecuación,
concordancia o conveniencia del intelecto y de la cosa”, teoría a la que
vuelven, en parte, los filósofos de la época actual, para definir el concepto “como
la conformidad entre el conocimiento y la situación objetiva a que el
conocimiento apunta”, quedando así fundada “en un solo concepto la distinción
habitual entre la verdad objetiva y la verdad lógica formal”: coincidencia o
correspondencia entre el conocimiento y lo conocido (Diccionario de
Filosofía, Ed. Atlante, 1941, p. 574).
Pero
vamos a la guerra no sólo por la completa falta de nociones de la verdad en la
cabeza de George Walker, sino también porque, para colmo, Saddam carece del
sentido del humor, la valentía, la compasión, el amor a la vida y demás
atributos que se requerirían para, en la presente circunstancia, hacer las
maletas, tomar un avión a Suiza y propinar de esa forma una derrota política y
moral aplastante y definitiva a Bush Jr. Y la verdad estará entre las
víctimas de la guerra, junto a los niños, las abuelas, los soldados, las
iglesias, los automóviles, los puentes y los alminares de Bagdad.
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