A lo
que puede verse, las autoridades del Estado español han decidido que algunas
palabras son peligrosas y que quienes las pronuncien deben ser silenciados. No
se contentan con volver a los usos de Francisco Franco: reivindican más bien
los de Pedro de Arbués y Tomás de Torquemada. Pretenden impedir que el músico
vasco Fermín Muguruza cante en público y sueñan con verlo entre las rejas,
acusado de colaborar con banda armada. Hace unos días detuvieron al periodista
Taysser Alouni, de origen sirio y nacionalidad española, y el inefable Baltasar
Garzón lo acusó de pertenecer a Al Qaeda. Mientras combate la libertad de
expresión con la mano derecha, el gobierno que preside José María Aznar
subsidia, con la mano ultraderecha, a la Fundación Francisco Franco, organización
de porquería consagrada a exaltar la memoria del Asesinísimo (El País,
26 de agosto de 2003).
Algunos
optimistas suponen que esta creciente pesadilla de ver desembocar la transición
democrática española en algo que cada vez se parece más al fascismo terminará
en cuanto Aznar y su partido pierdan las elecciones. Ojalá. Otros piensan que
la institucionalidad peninsular moderna está viciada de origen por la impunidad
otorgada a los genocidas que controlaron el país hasta la muerte de Franco y
que dejaron, incrustados en la nueva formalidad democrática, a sus nietos y
sobrinos ideológicos, como el propio Aznar.
Es
sintomático: Garzón se luce gestionando castigos para los genocidas
sudamericanos de los años 70, pero no se le ocurre investigar a los partícipes
aún vivos de las torturas a que fueron sometidos los reos de los procesos de
Burgos, o a los culpables de la oleada represiva de mayo de 1973 en España, o a
los cómplices de los cinco asesinatos de Estado de septiembre de 1975, ya en
plena agonía del caudillo.
Si a Garzón y al resto del sistema judicial de España se les han olvidado tales
casos, ya puede parecer natural que omitan, también, indagar a los responsables
de “la persistencia de casos de tortura y malos tratos por parte de las fuerzas
y cuerpos de seguridad del Estado”, de acuerdo con un informe de Amnistía Internacional
de marzo de este año, o a los culpables de los “malos tratos y detenciones
ilegales con un componente racista por parte de algunos miembros de las fuerzas
de seguridad” referidos en el mismo documento.
Tal vez
los optimistas piensen que los desfiguros del Estado español en materia de
derechos humanos no pueden ir demasiado lejos porque la democracia se corrige a
sí misma de manera periódica y porque España está inmersa en la Unión Europea,
conglomerado de países comprometidos con la legalidad y el humanismo. Pero
aliviados estamos si la elección de Aznar fue la corrección a la guerra
sucia y
los escuadrones
de la muerte organizados
por el gobierno que le antecedió. Y en cuanto a la Unión Europea, el problema
no es que esté presidida por un mafioso italiano al que le interesan más los
negocios propios que los derechos humanos, sino que entre los gobiernos del
viejo continente existe un entramado de complicidades y silencios en el cual se
diluye ya no se diga la marcha de España al autoritarismo, sino cosas más
groseras e inocultables, como la participación del actual gobierno inglés en la
masacre en curso de iraquíes.
En la
medida en que persiguen a los que cantan, como Fermín Muguruza, y a los que
hacen periodismo, como Taysser Alouni, los gobernantes españoles refuerzan los
argumentos internos de quienes se expresan poniendo bombas. O Aznar, Garzón y
compañía son tan estúpidos que no conocen esa lógica, o son tan perversos que
actúan con pleno conocimiento de ella. Ante esa disyuntiva descorazonadora no
queda más remedio que repetir, imprimir, reproducir, pronunciar y dibujar los
nombres de Fermín y de Taysser a manera de abrazo solidario para con ellos,
para con la inteligencia perseguida y para con la libertad.
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