Al
parecer, David Blaine es un mago que conoce la dureza de la vida. Salió de
Harlem, después de quedarse huérfano, y empezó a aplicar en las calles de Nueva
York los conocimientos que obtuvo en las bibliotecas públicas. Al principio
eran trucos sencillos, como localizar a ciegas los ases de entre un mazo de
naipes o partir con los dientes una moneda de 25 centavos; nada que no pueda
verse en cualquier esquina concurrida de una urbe de tamaño medio. Luego
vinieron números más complicados, como la levitación a varios centímetros de
altura en medio de un tumulto. Las calles son un escenario legitimador para los
magos. Cuando éstos actúan en locales cerrados, queda la sospecha de hilos
transparentes, plataformas ocultas, sistemas tramposos de iluminación o mecanismos
recónditos capaces de engañar la mirada. Pero en la intemperie de las aceras y
el asfalto el margen para la prestidigitación es harto reducido.
Un día,
a fuerza de sostenerse en el aire sin causa física aparente, Blaine logró su
primer especial de televisión. Se encerró, para el efecto, en un ataúd
transparente, y se hizo enterrar durante cinco días en el centro de Manhattan,
acompañado sólo por una cámara de video que transmitía durante 24 horas su
trance profundo y plácido. El siguiente gran show consistió
en introducirse en un cubo de hielo ante la mirada de transeúntes y reporteros.
Pretendía permanecer allí tres días, pero 12 horas antes del plazo se derrumbó
su resistencia y pidió que lo sacaran.
Con
esos antecedentes, el mago David Blaine ideó una prueba especialmente
peligrosa: imitar la cuarentena de Cristo. Lo hizo a la manera mediática del reality
show, metido en una enorme pecera (213 por 213 por 91 centímetros) colgada,
a su vez, cerca del puente de la Torre de Londres, a orillas del Támesis.
Durante 44 días se limitó a beber agua y a ignorar las provocaciones de algunos
vándalos que lo hostigaron con linternas de mano y estamparon en las paredes
transparentes de su refugio huevos y globos llenos de pintura. El domingo
pasado, después de 44 días como atractivo turístico temporal, y gravemente
debilitado por el ayuno, el mago fue sacado de la caja y transportado a un
hospital londinense. Según Sky Tv, unos 250 mil espectadores acudieron en ese
lapso a presenciar el martirio autoinfligido de David Blaine.
El mago
neoyorquino se sometió al hambre durante 44 días. Otros la padecen a lo largo
de toda su vida, hasta que deciden forzar el destino en contenedores
asfixiantes, embarcaciones frágiles, travesías del desierto o carreras en las
que se debe derrotar, a pie, las camionetas de doble tracción de la patrulla
fronteriza. Miles y miles de mexicanos y latinoamericanos intentan esas y otras
suertes en la frontera sur de Estados Unidos. Los asiáticos y los africanos
realizan actos de magia similares en las costas mediterráneas, para intentar
introducirse en el inmenso y pletórico refrigerador rodeado de famélicos que se
llama Unión Europea.
Mientras
la caja londinense de David Blaine era arriada a orillas del Támesis, los
guardacostas italianos descubrían, en el sur de Lampedusa, un barco a la deriva
que transportaba 15 inmigrantes africanos vivos y otros 13 en condición de
cadáveres. Esos 28 cuerpos embarcados fueron lo que quedó de un centenar de
somalíes que salieron de Mogadiscio, atravesaron Sudán y Libia y se embarcaron,
en costas de ese país, con rumbo a la Europa pródiga que les aliviaría el
hambre. Pero en las tres semanas de travesía mediterránea el frío y el hambre --siempre
el hambre-- se abatieron sobre ellos. Sólo algunos, vivos o muertos, lograron
llegar a Lampedusa. Los cadáveres de los demás fueron arrojados al mar por sus
compañeros conforme iban muriendo en su trayectoria hacia el norte.
Según
un reporte de última hora, el mago David Blaine se recupera satisfactoriamente.
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