El
periodista científico Josep Català lo resume sin tapujos: “La ley natural
otorga a los humanos una vida de 28 años. Una persona con 30 años ya es vieja y
en rigor, en rigor natural, debería morirse lo antes posible”. En efecto, un
espécimen cualquiera de homo sapiens que
haya logrado sobrevivir tres décadas tuvo que haber cumplido la tarea para la
cual fue puesto en este planeta: cerrar un eslabón de la cadena reproductiva,
exponer su genoma a los tamices del medio ambiente, la subsistencia del más
fuerte y los rayos cósmicos, tener cachorros y cuidarlos hasta que puedan
valerse por sí mismos. A partir de entonces, los hidratos de carbono de sus
músculos y el calcio y el fósforo de sus huesos pasan a considerarse materiales
reciclables, muy buenos para alimentar aves de rapiña y abonar árboles de
aguacate.
Ante
las consignas en boga de respetar al pie de la letra los dictados naturales, se
contrapone el hecho de que morirse antes de los 30 es, hoy en día, una gran
falta de educación y una tremenda incorrección política. La etapa de la vida
llamada adolescencia se inventó en la séptima década del siglo anterior para
amparar a los desorientados de menos de 20, pero en años posteriores se ha ido
alargando para que la cobertura de su póliza se extienda incluso a despistados
de más de 25. Rumiar alfalfa y organizar manifestaciones contra los productos
transgénicos puede ser divertido, pero a muy pocos se les ocurre, en el afán de
hacer cumplir con los dictados de Natura, o de parar la contaminación
planetaria, proponer el exterminio de los treintones, y mucho menos hacerle
ascos a los antibióticos, al quirófano o a la quimio cuando
la selección natural manda los primeros avisos de que nos ha llegado la fecha
de caducidad, justo cuando nos disponíamos a planificar la gran obra de nuestro
paso por el mundo.
Por
supuesto, en una lógica en la cual la naturaleza no imita al arte, sino a
Mengele, salen sobrando, además de los adultos, los viejos, los enfermos, los
miopes, los sordos, los autistas, los cojos, los estériles, los mancos, los
siameses, los enanos, los gigantes, los obesos, los escuálidos, los estrábicos,
los epilépticos, los artríticos, los jorobados, los patizambos, los alucinados,
los depresivos, los albinos, los alérgicos, los hemipléjicos y los cuadrapléjicos,
los mongoloides, los diabéticos y los melancólicos, entre otros muchos que,
sumados, dan al menos un hemisferio, si no más, de la pelota humana.
Afortunadamente,
y a pesar de las modas favorables al germinado de soya, a la adopción de
bacilos de yogur como mascotas amantísimas y a una actividad incomprensible
llamada turismo ecológico, los humanos no habitamos en natura, sino en cultura,
y la segunda es un entorno un poco más acogedor, tolerante y auspicioso, en el
que caben la debilidad y la fuerza, la habilidad y la terquedad, la insustancialidad
y la profundidad, Miguel Ángel Cornejo y Noam Chomsky, Margaret Thatcher y
Rigoberta Menchú, Ricky Martin y Saramago, sin que la aparición de unos
implique la extinción automática de los otros, por más que los totalitarismos
de todo signo se empeñen en imitar las leyes de la selección natural y en
borrar del mapa cualquier posible singularidad humana.
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