La
popularidad de George Walker Bush va en caída libre y ha pasado de 80 por
ciento, en mayo, cuando proclamó el fin de la guerra contra Irak, a 56 la
semana pasada. Tal vez sufra un nuevo resbalón cuando la opinión pública
estadunidense caiga en la cuenta de lo que significa la serenata mortífera con
misiles tierra-tierra que la resistencia iraquí ofreció, la madrugada del
domingo, al subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, quien se paseaba por
Bagdad con la arrogancia equívoca de los vencedores. El ataque, en el que murió
el soldado estadunidense número 109 desde que “terminó la guerra”, es una
prueba de que el largo conflicto armado entre la presidencia de Estados Unidos
y el pueblo de Irak, que en enero próximo cumplirá 13 años, está muy lejos de
haber terminado. De hecho, el actual presidente de la máxima superpotencia
planetaria no sólo mintió sobre el fin de la confrontación, sino que se
adjudicó, en falso, su comienzo.
Esa
guerra la inició Bush padre en enero de 1991 y, aunque cesó formalmente con el
alto el fuego del 3 de marzo de ese año, prosiguió, con bajo perfil, a lo largo
del gobierno de Bill Clinton, y fue heredada, intacta, por Bush junior,
quien la derivó a una nueva masacre de iraquíes y al derrocamiento de Saddam
Hussein. Pero ni el colapso político-militar del gastado dictador ni la
ocupación de Irak se han traducido en el fin de la guerra; simplemente, ésta ha
dejado de ser un juego electrónico entre radares iraquíes y aviones
estadunidenses, y se ha convertido en un matadero que ha diversificado sus
insumos: ya no son sólo iraquíes, sino también estadunidenses.
Alguna
conciencia de eso se percibe ya entre los ciudadanos comunes, como se vio en la
manifestación del sábado en Washington, a la que acudieron familiares de los
caídos a decir a su presidente que nadie le dio nunca la atribución de jugar
con la vida de los muchachos.
Ojalá
que esa lucidez se extienda y se multiplique, y fructifique en un descenso de
la imagen presidencial que tenga como consecuencia, a su vez, la derrota de George
W. Bush en las elecciones presidenciales del año entrante. Un fracaso semejante
implicaría un revés para la asociación mafiosa y genocida entre halcones militares
y corporaciones empresariales y para las corrientes conservadoras que orientan
los medios, los programas escolares, las mentes y hasta los genitales de los
estadunidenses. La negativa ciudadana a concederle a Bush un segundo mandato --si
es que las instituciones la respetaran-- se traduciría también en un mundo más
seguro, más apegado a la legalidad y menos violento; en un descalabro para los
criminales que gobiernan en Israel; en el aislamiento de gerifaltes de gobierno
como Aznar, Blair y Berlusconi, si es que siguen políticamente vivos para
entonces; en una brusca reducción del alimento ideológico de los terroristas
fundamentalistas, y hasta en un debilitamiento de reliquias dictatoriales como
Fidel Castro, sempiternamente alimentado en su discurso apocalíptico por la
hostilidad de Washington.
Por
otra parte, en el ámbito personal, sería lógico que la pérdida de la
Presidencia le provocara a George Walker Bush un intenso y grave sufrimiento.
Confieso abiertamente mi deseo de que el presidente de Estados Unidos sufra.
Que sufra mucho, si es posible. No el sufrimiento discursivo, abstracto y muy
posiblemente hipócrita por los caídos el 11 de septiembre de 2001, sino el
dolor del fracaso personal, la zozobra del rechazo mayoritario, la desgarradora
pérdida del protagonismo y los reflectores, el sofocante síndrome de
abstinencia del poder.
No le deseo
mal alguno por sus lastimosas limitaciones intelectuales, su patente carencia
de cultura general o sus orígenes familiares en la mafia petrolera. A fin de
cuentas, él no escogió esos defectos. Pero además de ser tonto, ignorante y
apellidarse Bush, este hombre ha cometido faltas que caen plenamente en el
terreno de su albedrío y que debieran, en consecuencia, ser punibles: es
mentiroso, despiadado, corrupto, inescrupuloso, hipócrita, arrogante e
indiferente ante el sufrimiento ajeno. El presidente de Estados Unidos tendría
que pagar de alguna forma algunas de sus responsabilidades por las infames
ejecuciones en Texas, cuando era gobernador; por la muerte de civiles y de
soldados --locales y estadunidenses-- en Afganistán e Irak y por la terrible
devastación material en esos países; por las humillaciones a que se somete a
los inmigrantes; por el desamparo de millones de estadunidenses ante el recorte
de programas sociales, y por las fortunas mal habidas en la corrupción cupular
de su gobierno.
Pero,
si uno piensa con realismo, resulta desoladoramente improbable que un tribunal
nacional o internacional juzgue por esos y otros crímenes al actual presidente
de Estados Unidos. La perspectiva de lesionarlo o matarlo en un atentado
terrorista pertenece más bien a las definiciones de lo que es correcto según la
moral del propio Bush --muy semejante, por cierto, a las de Osama Bin Laden,
Saddam Hussein o Ariel Sharon-- y resulta, por ello, repudiable. Por eso, la
única posibilidad real de castigo para el ocupante de la Casa Blanca es que la
sociedad estadunidense le dé la espalda en las próximas elecciones y que ese
acto ciudadano se traduzca en un sufrimiento intenso y duradero para George
Walker Bush.
No soy
el único en este planeta, me atrevo a suponer, que se lo desea con toda el
alma.
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