El nombre de Muamar Kadafi debe provocar calambres en las
entrañas de Abdul Qadir Jan, el científico paquistaní que dirigió el exitoso
programa de armas nucleares de su país y que en algún momento incierto de su
carrera emprendió una operación de optimización de utilidades mediante la venta
de secretos atómicos a Libia, Irán y Corea del Norte. Jan organizó lo que los
expertos llaman un “supermercado nuclear” en el que, a decir de los
perspicaces, tuvieron que haber estado involucrados los altos mandos militares
y los servicios de información de Pervez Musharraf, el dictador de turno en
Islamabad. El científico paquistaní fue descobijado cuando, en diciembre
pasado, el gobierno de Trípoli decidió confesar y revelar sus propios planes de
desarrollo de armas atómicas, ofreció disculpas y prometió, en lo sucesivo,
portarse bien. Jan hubo de hacer otro tanto. Tras su petición de clemencia,
Musharraf lo perdonó y optó por dar vuelta a una página por demás
comprometedora. El gobierno iraní, por su parte, admitió el domingo que había
comprado “componentes nucleares de varios proveedores”, pero siguió negando
cualquier intención de fabricar bombas con esa tecnología. Corea del Norte
adoptó, desde el año pasado, una actitud opuesta: presumió sus armamentos
nucleares y le dijo al gobierno de George W. Bush que deje de estar molestando
si no quiere que el territorio estadunidense se convierta en campo de pruebas
para las rudimentarias (es de suponer) armas nucleares made
in Pyongyang.
Pese al arrepentimiento de Kadafi y a las negativas iraníes,
la postura de los gobernantes norcoreanos se ha visto reforzada por diversos
acontecimientos del año pasado y del presente.
En primer lugar, si se coteja la aparente disociación de
Washington en su accionar ante Corea del Norte e Irak, es obligado concluir que
el factor que convenció a Bush y a Tony Blair de la pertinencia de invadir el
segundo de esos países no fue la posesión de armas de destrucción masiva por el
gobierno de Bagdad sino, por el contrario, la certeza secreta de que no las
tenía.
Luego está el caso de India y del propio Pakistán, dos
estados en perpetuo y peligroso desasosiego bélico que un buen día anunciaron
graciosamente su ingreso al club de los atómicos. Nadie, ni en Washington ni en
Londres ni en Moscú, movió nunca un dedo para detener los respectivos programas
de armamentismo nuclear de esos países, de modo que cuando Islamabad y Nueva
Delhi realizaron sus primeras pruebas atómicas la comunidad internacional
aceptó sin chistar que los acuerdos de no proliferación habían sido burlados y
que la Agencia Internacional de Energía Atómica era una suerte de decorado de
yeso en la pared de algún teatro. Ni Estados Unidos ni Inglaterra tuvieron,
antes o después de esos acontecimientos, la ocurrencia de invadir India o, al
menos, Pakistán, y eso que se requeriría de muy poco volumen encefálico o de
una ausencia total de escrúpulos para calificar al régimen paquistaní de
democrático. Y ahí están ahora ambos países belicosos, muy bien peinados y
compuestos, arreglando pacíficamente sus diferencias.
Otro elemento a considerar es la impunidad de que goza el
gobierno israelí. Ariel Sharon construye sin cortapisas una cerca que es, al
mismo tiempo, una frontera a la carta para los israelíes, una jaula nacional
para los palestinos y una razón de ser para los perpetradores de nuevos
atentados terroristas. Semejante atropello a la legalidad internacional puede
realizarse sin problemas por una verdad de superficie --Estados Unidos está
dispuesto a permitirle cualquier cosa a su aliado regional-- y por una certeza
de fondo: Tel Aviv dispone de un arsenal nuclear, y por ello ningún poder del
mundo es capaz de obligarlo manu militari a
respetar las líneas de demarcación internacionalmente reconocidas, salvo que
acepte el riesgo de desatar una conflagración atómica.
Vistos en conjunto, esos hechos, lejos de disuadir a
cualquier país de dotarse de armamento nuclear, representan un aliento a la
proliferación de armas de destrucción masiva. Tal vez el supermercado atómico
que organizó Abdul Qadir Jan para redondear sus ingresos haya sido
desmantelado, pero el mercado negro de tecnología y partes proseguirá, por la
simple razón de que este mundo está regido por la lógica de la mayor ganancia
al menor riesgo, la misma que llevó a Bush y a Blair a destruir Irak: máximas
utilidades para Halliburton y nulas posibilidades de un contraataque iraquí con
armas de destrucción masiva. Por eso, algunos gobiernos de los que se sospecha
y otros que ni siquiera se tienen en mente en el momento actual concluirán que
es un buen momento para ir de shopping, y de seguro ya lo
están haciendo.