He pasado la semana borrando del disco duro centenares de
mensajes infectados por una instrucción maligna: las huestes de Mydoom (mi
ruina), o Novarg,
o Shimgapi,
tomaron por asalto la red mundial; el domingo lograron postrar el sitio de SCO,
la empresa dueña del Unix, y hoy librarán una batalla decisiva contra el
servidor de Microsoft. Las bajas de esta guerra son mucho menos preocupantes
que los muertos de carne y hueso de las contiendas militares, no sólo porque se
trata de computadoras sino porque las máquinas tocadas por el virus no “mueren”
ni sufren destrucción física. La peor de las consecuencias en caso de infección
sería un formateo de disco duro. Pero las cifras no dejan de resultar
impresionantes: cientos de millones de mensajes generados y millones de
aparatos infectados con un síndrome que se replica a sí mismo por las venas
abiertas de Internet sin más propósito que propinar un castigo ruinoso a Bill Gates
y a otros monopolistas de la informática.
En estas sociedades mundiales en que la seguridad con todos
su apellidos (nacional, informática, personal, sexual, financiera, social) es
un valor de culto, la propagación de Mydoom resulta
un prodigio perverso. Si los autores desconocidos del código logran tumbar la
página de Microsoft, habrán logrado parecerse a los responsables de los
exitosos ataques del 11 de septiembre de 2001. Y es que el travieso que trae en
jaque a la mayor corporación de software del mundo mediante la programación y
difusión de unas cuantas líneas de instrucciones recuerda a la veintena de
fanáticos que, con o sin ayuda de las cloacas políticas de Washington,
asestaron el mayor ataque que haya sufrido nunca Estados Unidos en su propio
territorio.
Al igual que aquellos atentados terroristas, la propagación
de Mydoom es un
acto ruin porque se cobra muchas víctimas inocentes --aunque no se trate de
bajas fatales-- entre usuarios individuales, pequeñas compañías y organizaciones
que dependen en buena medida de sus computadoras. Pero, como ocurrió el 11 de
septiembre, la progresión geométrica del gusano informático tiene razones mucho
más profundas que la mera maldad humana. Emulando al Bush de 2001, Gates puede
preguntarse ahora “¿por qué me odian?”, y si lo hace con honestidad --como no
fue el caso del presidente-- encontrará cuando menos una docena de respuestas a
la pregunta. Tanto en el hardware como en el software, la industria
estadunidense lleva muchos años de arruinar toda posible diversidad y
competencia, de dictar órdenes, de avasallar, de depredar al mundo. La
uniformidad resultante de esas prácticas tiene pies de barro, y hoy es posible
que un adolescente genial ponga en aprietos a un sistema informático planetario
basado en computadoras normalizadas y sistemas operativos hegemónicos. Además,
el poder de procesamiento, la conectividad y la flexibilidad de las
computadoras actuales son un caldo de cultivo de sueño para los creadores de
virus.
El mundo virtual se parece al real, y en éste la
proliferación de cepas malas es también un signo de los tiempos. La
globalización es una banda ancha para la expansión del sida, el ébola, la
neumonía atípica y la más reciente criatura de la serie: la gripe de las aves.
Pero este segundo paralelismo ha de ser una mera coincidencia, y no veo razones
para empezar a organizar la fiesta del fin del mundo.
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