En el Irak de hoy día hay muchos bandos: los ocupantes
extranjeros --y los distintos grupos de accionistas que conforman la
ocupación--, sus títeres locales, con sus ramificaciones, y los estamentos
enemigos de Saddam Hussein que no colaboran con los invasores. Hay, además, un
frente nebuloso e incierto que cada semana hace volar comisarías de
colaboracionistas y convoyes de ocupantes, que ocupa poblados en acciones
relámpago y que, cada vez que puede, derriba helicópteros enemigos.
Nadie sabe a ciencia cierta quiénes están detrás de esas
acciones ni el nombre de las organizaciones --si es que tienen nombre-- que los
articulan, ni las ideologías de sus combatientes. Las agencias occidentales
repiten como loros lo que les dictan los altos mandos militares de la
ocupación: “grupos rebeldes aparentemente formados por milicianos leales a
Saddam Hussein y por combatientes extranjeros”, dice AP en uno de sus
despachos. A veces, el atribulado procónsul Paul Bremer introduce una variación
en la partitura y atribuye a Al Qaeda los ataques contra objetivos
estadunidenses y colaboracionistas. Refiriéndose al ataque del sábado en
Fallujah, donde murieron decenas de policías iraquíes leales al gobierno títere,
Bremer insistió en los “extranjeros”, pero un oficial estadunidense hizo notar
que “fue algo preparado por gente con conocimientos militares”.
Tales explicaciones pueden tener cierta pertinencia
literaria, pero en la realidad son tan insostenibles como los villanos de las
películas de Batman. Saddam Hussein, quien hasta marzo pasado fue un dictador
sanguinario y despiadado, hoy se encuentra reducido a la condición de despojo
de guerra, incapaz de suscitar la lealtad de nadie, ni de sí mismo; la gran
mayoría de los operadores de la tiranía ya han sido capturados, y los que
quedan prófugos han de estar, al igual que Saddam cuando lo descubrieron,
sembrados como zanahorias en discretos agujeros del campo iraquí. Al Qaeda no
dispone, en Irak, de un tejido social tan vasto como el que se requiere para
planear las acciones de guerra referidas, realizar labores de inteligencia,
transportar armamentos, esconder, alimentar y vestir a los combatientes y
alertar a los comerciantes para que cierren sus establecimientos antes de las
explosiones, sin que la noticia llegue a oídos de la policía colaboracionista.
Y en cuanto a los “extranjeros”, es absurdo pensar que los miles de hombres
necesarios para realizar los ataques puedan entrar y salir de Irak --en este
Irak ocupado, vigilado, arrasado, espiado y reprimido-- como si se tratara de
las hordas sabatinas de gringos que visitan los burdeles de Tijuana.
Hay que decir lo evidente: el único actor capaz de mantener
semejante resistencia armada contra la máxima potencia militar del planeta es
el propio pueblo iraquí en sus distintas expresiones: kurdos, chiítas y
sunitas, baazistas o no, liberales y tradicionalistas, laicos y religiosos,
hombres y mujeres. Ese pueblo multitudinario y fraccionado sobrevivió a los
horrores de Saddam, pero también a las masacres de 1991 y 2003, y hoy está comunicando
la noticia de su persistencia. Si el resto del mundo no la quiere oír, peor
para el resto del mundo: muchos más extranjeros --soldados, espías, misioneros,
empresarios, diplomáticos y “expertos”-- volverán de Irak a sus países de
origen en bolsas de plástico y apestando a cloroformo. Sería más saludable para
todos, y menos oneroso en vidas, que la coalición angloestadunidense
reconociera desde ahora que ese enemigo ya le ganó la guerra y actuara en
consecuencia.
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