Hace ocho años, en un encuentro de periodistas que tenía
lugar en Washington, el entonces todopoderoso dictador peruano Alberto Fujimori
pretendió explicar la pertinencia de las privatizaciones de empresas públicas
exponiendo el estado ruinoso en que se encontraban las escaleras de una
plataforma marítima que él había visitado recientemente en compañía de uno de
sus hijos. El peligro que el cachorro presidencial corrió ante un peldaño de
madera un poco podrida era suficiente argumento, a su juicio, para rematar
Petroperú al mejor postor. Un informador avezado le preguntó si la empresa no
generaba utilidades y si no eran suficientes para reparar la instalación de
marras. “Uy --replicó el gobernante--, pero es que para la administración
pública es muy difícil administrar esos dineros.” El periodista volvió a la
carga e inquirió por el origen de la dificultad: ¿se refería el mandatario a la
incapacidad de los empleados públicos o a su tendencia a robarse los fondos?
Fujimori optó entonces por hablar del terrorismo y de lo fascinante que resulta
la cuenca del Pacífico, en la que conviven asiáticos, americanos, ballenas y
tortugas.
Con argumentos similares a los del ahora exiliado dictador,
las clases políticas y los grupos gobernantes que preconizan la liquidación de
los bienes públicos se han realizado un hara-kiri --sin
alusión a los orígenes de Fujimori-- al insistir, una y otra vez, en su
incompetencia administrativa y su afición a hincar la uña en los recursos
públicos. Lo malo es que nadie advirtió, en su momento, la feroz autocrítica
que implicaban los afanes privatizadores. Si esos gobernantes no eran capaces
de gestionar las empresas del Estado, o sólo podían hacerlo de manera corrupta,
la solución obvia no era vender las empresas, sino cambiar de gobernantes.
Pero la historia fue como fue, y los Menem, los Salinas, los
Fujimori, los Zedillo, los Collor, los Sánchez de Lozada y los Cardoso nos han
ido dejando sin líneas aéreas, sin empresas telefónicas, sin yacimientos
petrolíferos fiscales, sin carreteras, sin puertos y aeropuertos, sin
generadoras de electricidad, sin medios informativos, sin editoriales, sin
productoras de televisión y cine, sin siderúrgicas, sin potabilizadoras de
agua, sin gaseras, sin minas, sin bancos, sin fondos de retiro, sin aduanas,
sin cárceles y hasta sin policías. Paso a pasito nos quedaremos también sin
escuelas, sin universidades, sin museos, sin parques, sin zoológicos, sin
registros civiles y vehiculares, sin catastros y sin entidades organizadoras de
elecciones. El único terreno en el que ninguno de los privatizadores se ha
atrevido a aplicar su lógica es el de los ejércitos, y no porque falten ganas
de liquidar las instituciones armadas de América Latina y sustituirlas con
corporaciones privadas, sino por miedo elemental a los responsables de mantener
y usar el armamento.
Con esas desincorporaciones, los privatizadores se quedaron
sin oportunidades para demostrar cuán ineficaces podían ser como
administradores y sin posibilidades de seguirle robando al erario. Como compensación
por ese angostamiento de sus horizontes profesionales, en cada remate de bienes
públicos se guardaron, en un doblez muy escondido de sus sacos, comisiones y
regalías secretas. Una pequeña fracción de tales corruptelas ha salido a la
luz, pero la mayoría no va a saberse nunca.
En la industria, en los servicios, en el campo y en el
gobierno, los conjugadores incondicionales de los verbos desregular, abrir,
reformar, adelgazar, privatizar, reestructurar, subcontratar, licitar,
concesionar y desincorporar han ido practicando agujeros en el tejido que los
sostiene a ellos en el poder.
Terminen de privatizarlo todo, pues; lleven su lógica hasta
las últimas consecuencias, renuncien a sus frasecitas de participación
ciudadana, cámbienlas por consignas de atención al cliente, firmen contratos
con Rand Corporation, Procter & Gamble, Coca-Cola, Vivendi y McDonald’s, y
entreguen a esas honestas y eficientes compañías las direcciones generales, los
ministerios y las presidencias de estas privatizadas repúblicas. Háganlo
pronto, eso sí, cuando todavía tienen entre las manos algunos jirones de poder
y soberanía nacional que ofrecer a cambio de posiciones en los respectivos
consejos de administración.
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