- El infierno de Ratzinger
- Vuelos de la muerte en el nombre de Dios
Antier, Día de la Anunciación, Joseph Ratzinger recordó que el Infierno sí existe y que no es agradable. Bien ha de saberlo él, que amaba a Hitler antes de hacer carrera en el amor a Dios, y que estuvo vinculado en sus años mozos al peor infierno terrenal del Siglo XX. Quienes no admiten la culpa y la promesa de no volver a pecar se arriesgan a una condena eterna. Roma no deja los rituales al azar y Benedicto XIV escogió, para reavivar la amenaza de la quemazón perenne, la fecha que representa “el sí de María que ha abierto los cielos y así Dios se convirtió en uno de nosotros”. O sea: di no al aborto, porque es pecado y te ganas a pulso la chamusquina. Es un buen refuerzo a eso que andan repitiendo Urbi et Orbi los ensotanados de que la interrupción voluntaria de un embarazo es causa de excomunión automática. Y con la excomunión no se juega.
Los jerarcas eclesiásticos contemporáneos se han vuelto más flexibles: hay que mantener el aborto en el rango de los pecados --lo que es, a fin de cuentas, muy su atribución y muy su monopolio-- y también en el de los delitos penales, pero a cambio hay alternativas como la de Antonio Baseotto, ex obispo de Añatuya, quien organizó un próspero negocio de compra, venta, suplantación y robo de recién nacidos en la provincia argentina de Santiago del Estero. El grupo del religioso se encargaba de buscar mujeres embarazadas para que entregaran a sus neonatos a cambio de “una minúscula casita de ladrillos o sumas de hasta 50 pesos (menos de 17 dólares)”. Los intermediarios ganaban entre cinco mil pesos (1.67 dólares) y 20 mil euros, dependiendo de si la pareja receptora era argentina o europea, señaló la no gubernamental Fundación Adoptar. A decir de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, “a las embarazadas las llevaban a un lugar que tiene el obispado en Añatuya; cuando nacía el bebé traían a la pareja compradora, que en muchos casos venía de Alemania, y hacían acuerdos a través del obispado”.
O peor: El 29 de septiembre de 2005 Alejandra Ibarra, de 29 años, embarazada de siete meses y pobre de solemnidad, fue inducida a dar a luz por cesárea por una abogada que le prometió pagar los gastos de una clínica privada a cambio de nada. En el quirófano vio a su bebé por primera y última vez, porque el niño fue a parar a manos de una pareja que vive en un complejo residencial de lujo.
Alejandra, madre despojada
En esa localidad una mujer fue perseguida y encarcelada por denunciar que una de sus hijas había sido adoptada de manera ilegal por una hermana de Baseotto. Luego, el chofer del religioso fue demandando por supresión de identidad por su propia hija, toda vez que ésta fue registrada como biológica y era adoptada. O comprada. O robada.
Baseotto fue recientemente destituido como capellán de las Fuerzas Armadas por sus vitriólicas declaraciones contra la educación sexual, el uso del condón, la planificación familiar y la despenalización del aborto: a quienes proponen tales cosas “deberían atarles una piedra de molino al cuello y arrojarlos al mar”, dijo el religioso, acaso sin darse cuenta de que sus palabras evocaban los vuelos de la muerte realizados por la dictadura militar argentina para deshacerse de los opositores, operativos que, según afirmó el ex torturador Adolfo Scilingo, contaban con la aprobación del capellán naval Luis Manceñido, quien todavía ejerce. El matarife Juan Barrionuevo, Jeringa, participó en esos vuelos, debe el apodo a su tarea de inyectar pentotal a las víctimas, y relató que al momento de empujarlas por la escotilla “me sentía Dios, porque estaba en mi mano la vida o la muerte de las personas. Podía sentir la vibración de los cuerpos por los temblores causados por el miedo”.
Hasta ahora ninguna autoridad eclesiástica ha anunciado la excomunión de Baseotto, de Scilingo, de Manceñido o de Barrionuevo. Pero el aborto es un asesinato (si vieran los deditos de la criatura, ya tan bien formados) y quienes lo practican se merecen el Infierno.
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