¿Y si erradicamos los cultivos de agave?
- La opinión de Al Capone
- Va por Balandra
El 17 de enero del año pasado, después de dos años y diez rondas de negociaciones interminables, el representante comercial de Estados Unidos y el secretario mexicano de Economía, Sergio García de Alba, firmaron en Washington un acuerdo histórico pare regular el comercio binacional de tequila. Con ese convenio se superó el obstáculo que representaba la normativa adoptada tres años antes por la Norma Oficial Mexicana (NOM) según la cual toda bebida de esa denominación debía llevar la leyenda “embotellado en el lugar de origen” a fin de que pudiera llamarse tequila. Esa regla amenazaba a las empresas estadunidenses que hasta entonces importaban el trago a granel y que habían realizado grandes inversiones para embotellarlo al norte del Río Bravo y desarrollar marcas propias. Con el documento mencionado se formalizó la excepción a la NOM, se aseguró un mercado de 400 millones de dólares para la reconfortante sustancia, se salvaron fuentes de trabajo en los dos países y se garantizó el grato abasto para millones de sedientos gaznates estadunidenses. Y si no me creen esto que parece cuento de hadas, consulten el texto completo y oficial del acuerdo.
No tengo el dato preciso del porcentaje que corresponde al tequila en las 75 mil muertes que provoca el alcoholismo de manera directa cada año en Estados Unidos. Insignificante no ha de ser el tal porcentaje, pero las estadísticas sobre alcoholismo no suelen especificar —es una pena— los patrones de consumo de las víctimas, ni se preocupan por asociar tal o cual clase de cirrosis con las variedades mengana o perenceja de Merlot, Cabernet Sauvignon, agave o caña de azúcar. El hecho es que en el país vecino la ingesta de las distintas categorías de chupe da como resultado global un problema social alarmante: cinco mil menores de 21 años mueren anualmente en circunstancias relacionadas con la bebida (se incluye suicidios, homicidios y accidentes varios) y, según Holly Conklin, portavoz de un programa educativo contra el alcoholismo, éste “es el problema de adicción número uno entre los jóvenes”; unos 19 millones de individuos requieren de tratamiento para problemas con la bebida, pero sólo 2 millones 400 mil han sido diagnosticados y apenas 139 mil reciben atención médica; el alcoholismo le cuesta a la economía estadunidense unos 185 mil millones de dólares al año por pérdidas de productividad. Sin embargo, sólo el 34 por ciento de nuestros vecinos lo reconoce como enfermedad y el resto lo considera una “debilidad moral”.
Pero a nadie en su sano juicio se le ocurre establecer un vínculo causal entre los hígados estadunidenses inflamados y los cultivadores de agave del Cerro Azul, en Jalisco, ni responsabilizar a los honorables accionistas de Seagrams, de José Cuervo o de Bacardí, porque un idiota previamente intoxicado con dos litros de algo atropelló a los peatones o mató a balazos a un rival de amores. Los aludidos podrían replicar, y no sin razón, que semejantes imputaciones equivaldrían a culpar a los fabricantes de martillos por los dedos machucados. Si Estados Unidos pretendiera combatir el alcoholismo de su población por medio de la prohibición de bebidas embriagantes y si México lo secundara persiguiendo a los productores y exportadores de tales líquidos, ocurriría lo siguiente: los empresarios de las licoreras se volverían, o serían remplazados por, matones violentos dispuestos a beneficiarse con el altísimo margen de ganancia derivado de la clandestinidad y asistiríamos a los asesinatos en las calles entre los sicarios del Cártel de Domecq y los Zetas de Sauza. Actualmente la exportación de tequila al país vecino es un negocio razonable pero un poco aburrido: con transporte, impuestos y todo, el precio promedio del litro de tequila pasa de 18 dólares en México a 40 en Estados Unidos. Pero si la bebida fuera declarada ilegal, le ocurriría en el mercado algo muy semejante a lo que pasa con el clorhidrato de cocaína, que desde Colombia hasta el territorio estadunidense no se revalúa 125 por ciento, como el licor de agave, sino siete u ocho mil por ciento (de mil 500 dólares a 110 mil dólares). El narcotráfico no se origina en el consumo de estupefacientes, sino en su prohibición. Bien lo sabía Al Capone, quien en plenos tiempos dorados de la Ley Seca (1920-1933) se jactaba: “Este sistema nuestro, llámesele americanismo, capitalismo o como se quiera, nos da a todos una oportunidad, si es que somos capaces de aprovecharla al máximo”. No se refería, ciertamente, al deseo de consumir bebidas embriagantes, sino a la derogada Enmienda 18 de la constitución gringa, que las prohibía, y que ha sido una de las leyes más tontas, contraproducentes e inoperantes en la historia de la Humanidad.
No tengo el dato preciso del porcentaje que corresponde al tequila en las 75 mil muertes que provoca el alcoholismo de manera directa cada año en Estados Unidos. Insignificante no ha de ser el tal porcentaje, pero las estadísticas sobre alcoholismo no suelen especificar —es una pena— los patrones de consumo de las víctimas, ni se preocupan por asociar tal o cual clase de cirrosis con las variedades mengana o perenceja de Merlot, Cabernet Sauvignon, agave o caña de azúcar. El hecho es que en el país vecino la ingesta de las distintas categorías de chupe da como resultado global un problema social alarmante: cinco mil menores de 21 años mueren anualmente en circunstancias relacionadas con la bebida (se incluye suicidios, homicidios y accidentes varios) y, según Holly Conklin, portavoz de un programa educativo contra el alcoholismo, éste “es el problema de adicción número uno entre los jóvenes”; unos 19 millones de individuos requieren de tratamiento para problemas con la bebida, pero sólo 2 millones 400 mil han sido diagnosticados y apenas 139 mil reciben atención médica; el alcoholismo le cuesta a la economía estadunidense unos 185 mil millones de dólares al año por pérdidas de productividad. Sin embargo, sólo el 34 por ciento de nuestros vecinos lo reconoce como enfermedad y el resto lo considera una “debilidad moral”.
Pero a nadie en su sano juicio se le ocurre establecer un vínculo causal entre los hígados estadunidenses inflamados y los cultivadores de agave del Cerro Azul, en Jalisco, ni responsabilizar a los honorables accionistas de Seagrams, de José Cuervo o de Bacardí, porque un idiota previamente intoxicado con dos litros de algo atropelló a los peatones o mató a balazos a un rival de amores. Los aludidos podrían replicar, y no sin razón, que semejantes imputaciones equivaldrían a culpar a los fabricantes de martillos por los dedos machucados. Si Estados Unidos pretendiera combatir el alcoholismo de su población por medio de la prohibición de bebidas embriagantes y si México lo secundara persiguiendo a los productores y exportadores de tales líquidos, ocurriría lo siguiente: los empresarios de las licoreras se volverían, o serían remplazados por, matones violentos dispuestos a beneficiarse con el altísimo margen de ganancia derivado de la clandestinidad y asistiríamos a los asesinatos en las calles entre los sicarios del Cártel de Domecq y los Zetas de Sauza. Actualmente la exportación de tequila al país vecino es un negocio razonable pero un poco aburrido: con transporte, impuestos y todo, el precio promedio del litro de tequila pasa de 18 dólares en México a 40 en Estados Unidos. Pero si la bebida fuera declarada ilegal, le ocurriría en el mercado algo muy semejante a lo que pasa con el clorhidrato de cocaína, que desde Colombia hasta el territorio estadunidense no se revalúa 125 por ciento, como el licor de agave, sino siete u ocho mil por ciento (de mil 500 dólares a 110 mil dólares). El narcotráfico no se origina en el consumo de estupefacientes, sino en su prohibición. Bien lo sabía Al Capone, quien en plenos tiempos dorados de la Ley Seca (1920-1933) se jactaba: “Este sistema nuestro, llámesele americanismo, capitalismo o como se quiera, nos da a todos una oportunidad, si es que somos capaces de aprovecharla al máximo”. No se refería, ciertamente, al deseo de consumir bebidas embriagantes, sino a la derogada Enmienda 18 de la constitución gringa, que las prohibía, y que ha sido una de las leyes más tontas, contraproducentes e inoperantes en la historia de la Humanidad.
El honorable hombre de empresa
Ahora cedo el teclado a Ramón Álvarez Larrauri, biólogo marino, oceanógrafo y residente de La Paz, Baja California, en cuya bahía, “la segunda más grande del país, hay ocho o nueve playas aptas para usarse como balneario. Todas han sido modificadas u ocupadas por desarrolladores que construyen y venden a precios altísimos. Si bien las playas son públicas, estos desarrollos inhiben a la población local, que prefiere buscar lugares más lejanos y fuera de la Bahía. Sólo queda un sitio sin edificaciones, el más atractivo de todos: se llama Balandra, es muy popular entre los paceños y es famoso por una singular formación rocosa llamada “El Hongo”. Es, además, el sitio que contiene el bosque de manglares más importante de la Bahía y que sirve de criadero para muchos de los peces y moluscos que se pescan en ella. Hace tres años, el presidente municipal en turno, emitió un decreto que la convertía en área natural protegida (anp) para prevenir su deterioro, evitar construcciones que cambiaran el paisaje y garantizar que los paceños pudieran disfrutar el sitio como hasta ahora bajo un programa de manejo que ordenara y protegiera. Hace dos años la familia de Miguel Alemán, que tiene intereses y propiedades en el sitio, se amparó contra la medida, ganó y el decreto fue derogado. Varios grupos, personas y organizaciones no gubernamentales dedicadas a la conservación se han organizado con la idea de volver a decretarla área natural protegida y evitar que los visitantes y empresarios se la acaben. Se han estado recabando firmas y se pretende llegar a diez mil para presionar al legislativo local y a los gobiernos estatal y municipal a fin de que este mes, el último de trabajos del Congreso de Baja California, se modifique la ley estatal.” Éntrenle.
Bahía privatizable
2 comentarios:
Mi comentario -que tal vez pueda sonar ridículo- es respecto al artículo sobre la privatización de Balandra. Me pregunto ¿cómo será posible "salvar" una playa si ni siquiera se tiene clara su ubicación?
Soy orgullosamente paceña y les aclaro que Balandra está en el estado de Baja California Sur y no en nuestro vecino Baja California.
Perdón, Yoshikats. Fue una burrada imperdonable de mi parte la omisión de la palabra "Sur" en el nombre de la entidad. Prometo ser más cuidadoso en lo sucesivo.
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