- Una profecía científica
- Qué se necesita para extinguirnos
Las cosas ocurrirán más o menos así: el brillo del Sol se incrementará de manera paulatina, la temperatura terrestre se incrementará año con año y la vida en su superficie se hará cada vez más incómoda. No sólo eso: las especies vegetales y animales desaparecerán, primero a decenas, luego por millares y después por millones. Hasta ahora, la vida se ha impulsado con su propio crecimiento, pero a partir de cierto momento la merma de sus individuos acelerará su colapso general. La desaparición de ciertas plantas provocará la extinción de los herbívoros que se alimentan de ellas, y luego sucumbirán los carnívoros. Mucho antes de que los océanos hiervan y se evaporen, habrá tal vez un escenario reseco, poblado únicamente por cactáceas decadentes, mosquitos desamparados y tortugas sedientas. Y después, nada: Los calores serán excesivos para las moléculas complejas, como las que sustentan la vida, y el mundo volverá a su condición apacible originaria, cuando a ninguna sustancia mineral se le ocurría andar por ahí, echando raíces, brincando, cazando, inventando funciones de ópera y estaciones espaciales. Los átomos que forman nuestra atmósfera se irán en busca de sitios más confortables.
El silicio y los otros compuestos de esta pelota cósmica se broncearán por un largo tiempo en una calma inanimada, pero la tragedia no parará ahí: el Sol, a medida que incremente su luminosidad y su temperatura, aumentará también de tamaño. Mercurio no se salvará de ser devorado por el globo enloquecido y moribundo que fue su padre. Venus, tampoco, de seguro. En cuanto a la Tierra, es posible que consiga evadir una colisión directa con el astro rojizo y agonizante, pero en todo caso la cercanía con el gran horno la habrá convertido en un balón chamuscado e irreconocible. De todos modos, cuando el Sol reviente y expulse sus agotadas capas superiores, se dislocará la órbita de nuestro planetita, ya sea por la violencia de la explosión o por la contracción súbita del tirón gravitatorio solar, muy mermado por la pérdida de masa. Si le va bien, la Tierra sobrevivirá como una piedra estéril, girando en torno a una estrella muerta, en una órbita semejante a la que ahora ocupa Marte. Si no, caerá hacia los pedazos solares y se volverá vapor. Y por un periodo relativamente breve, los satélites de Neptuno –Tritón y Nereida, los mayores— disfrutarán de temperaturas comparables a las que se registran actualmente en Cancún o en Marbella, pero –no se hagan ilusiones— es posible que ewn esos remotos cuerpos celestes el clima se parezca más a las inclemencias que azotan en la actualidad al desierto del Gobi.
Tampoco se espanten demasiado: esta serie de sucesos empezará a ocurrir, a ciencia cierta, dentro de diez mil milenios y en adelante, el cataplum solar no sobrevendrá antes de cinco mil 500 millones de años (siete mil 590 millones de años podría ser un dato más preciso), y no hay razón para apresurarse: todavía están a tiempo de pasar por sus hijos a la escuela, de planear la compra del departamento (eso, si no se les adelanta el cataplum económico, menos previsible) y hasta de imaginar los términos en los que sus biznietos redactarán sus testamentos. Mil millones de años es algo tan parecido a la eternidad que hace justo ese tiempo tuvo lugar la conversión de la atmósfera planetaria: de un manto gaseoso rico en hidrógeno se fue volviendo una mezcla preponderante de nitrógeno y oxígeno, gracias a la acción de las primeras plantas multicelulares. Entre esas eras remotas y nosotros caben los trilobites, los peces, el surgimiento, esplendor y caída de los dinosaurios. Los procesos evolutivos que condujeron de los lemúridos a los homo sapiens ocurrieron en tan sólo una centésima parte de ese lapso. En esta escala, los sucesivos imperios egipcios son una caca de mosca. En ella hay tiempo de sobra para meditar bien qué vamos a hacer para salvar a la Tierra y para que los descendientes remotísimos de la especie encuentren la manera de ponerla a salvo de los espasmos solares, o bien de mudarse. Hay tiempo, a menos que los propios humanos aceleremos en forma estúpida el calentamiento del planeta y nos veamos, de aquí a un siglo, o menos, en la angustiosa disyuntiva de repararlo con urgencia o de abandonarlo.
Lo anterior se desprende de un trabajo elaborado por los astrónomos Klaus-Peter Schröder, de la Universidad de Guanajuato (las sucesivas gubernaturas panistas están muy lejos de haber logrado la extinción de la vida inteligente por allá) y Robert Connon Smith, de la de Sussex, Inglaterra, recientemente divulgado. El segundo habla de una idea surgida en la Universidad de Santa Cruz: “aprovechar los efectos gravitacionales, por medio del paso de un asteroide cercano que le dé un ‘codazo’ a la órbita de la Tierra gradualmente hacia fuera, lejos del espectro del Sol; si ésto se realiza cada seis mil años, más o menos, será suficiente para mantener la Tierra y permitir que la vida siga su curso durante al menos cinco mil millones de años, y que posiblemente pudiera sobrevivir a la fase de gigante roja del Sol”.
“Aunque suena a ciencia ficción –prosigue el especialista—, parece que las exigencias de energía se pueden asumir, y que esta tecnología podría desarrollarse durante los próximos siglos; sin embargo, se trata de una estrategia de riesgo elevado porque con un leve error de cálculo el asteroide podría golpear la Tierra con consecuencias catastróficas; una solución más segura podría ser construir una flota de ‘balsas salvavidas’ interplanetarias que podrían maniobrarse fuera de alcance del Sol, pero lo bastante cerca como para usar su energía”.
Hay tiempo: de los mil millones de años que faltan para que el planeta empiece a ponerse francamente desagradable, bien podríamos invertir unos dos milenios, que son un parpadeo cósmico, para hacer realidad ideas como las expuestas. Por lo pronto, el guión apocalíptico expuesto por Smith y Schröder podría implicar que la exploración espacial no es, a fin de cuentas, tan inútil ni tan dispendiosa como muchos la suponen.
Para pensar en periodos menos inconmensurables, hace cosa de un año puse en un post, en el blog de esta columna, una cita de Adrian Berry que concluye diciendo: “A la larga, el mundo parece ser casi indestructible como habitat para la vida por un tiempo muy largo” Tal vez Atila, Stalin, Hitler y Bush, se sentirían un poco frustrados si leyeran esto. En la correlación actual de fuerzas, el Sol es más poderoso que ellos. Pero quién sabe: hay tiempo para cambiarla.
3 comentarios:
¡WOW!...MÁS CLARO NI EL AGUA FÉTIDA Y MUGRIENTA DEL SISTEMA LERMA-SANTIAGO, O CUALQUIERA OTRO DEL PAÍS.
HAY TIEMPO SÍ, PERO MUCHOS SEGUIRÁN EN LA HAMACA O DE PLANO COMO EN GRINGOLANDIA O EN CHINA, DÁNDOLE DURO A SEGUIR ENVENENANDO, AL FIN ELLOS SUPONEN QUE SÓLO SON ELLOS.
LA VERDAD DUELE, HIERE, ANGUSTIA, PERO NO A TODOS.
VENIR ACÁ...TODO UN SENDERO A RECORRER CON AGRADO.
me acordé de aquellas noches, con mi padre, leyendo, justo, "cosmos", de carl sagan.
en ese entonces, cada que llegábamos a la parte del final del planeta por el crecimiento del sol, me invadía una angustia rara. (la verdad es que todo ese libro me daba entre angustia, excitación, alegría y miedo). era tanto tiempo, tanto tanto, que lo más cercano a lo que imaginaba como "eternidad" se me venía encima, oscura y vacía.
algo parecido sentí, o no sé si recodé que sentía, cuando leí el post.
saludos, capitán.
Muy bueno
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