“A la fuente donde los ciervos van a beber...”
El tiempo pasado fue mejor porque ya no existe, dijo antier Monsi en el homenaje que le rindieron por sus 70 años, evocando la elegía que nació para ser paráfrasis o, peor, presentación en Power Point con fotos de atardeceres y de nubes: las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique. Recordé, al leerlo, esa multicitada rola del siglo XV y pensé cómo, en el afán de suscribir o desmentir la afirmación, se le suele cercenar el “a nuestro parecer” previo y la fina observación perceptiva (los tiempos pasados nos parecen mejores) es transformada en un comprimido manifiesto conservador (los tiempos pasados fueron mejores), y ya luego todo mundo se suelta a recitar que “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”. Ahora que las releo, pienso que las Coplas no toman partido al respecto; simplemente lamentan, con una melancolía distante y lúcida, los efectos devastadores del paso del tiempo, incluidos los fallecimientos de seres queridos y de personajes notables, y critican los afanes de perdurar que al parecer son consustanciales a la especie humana: desde las pirámides de Egipto hasta el grafiteo de muros con marcadores (cómo no) permanentes, pasando por la obsesión de ejercer la Presidencia de la República incluso si no se tienen cualidades para ello, hay una aspiración universal de trascendencia que acaba resumiéndose en un “aquí estuvo Beto”. A fin de cuentas, no somos más que unos litros de agua con agregados de carbono, oxígeno, calcio, fósforo y grasa, pero el todo se organiza tan bien que se niega a aceptar su condición de estructura fugaz.
Un dato no muy conocido es que don Rodrigo Manrique, protagonista de las Coplas, tuvo una muerte mala onda. Pasó sus últimos años con el rostro desfigurado por un tumor maligno, y tal vez en eso pensaba el hijo cuando escribió:
Si fuese en nuestro poder
hacer la cara hermosa
corporal,
como podemos hacer
el alma tan gloriosa,
angelical,
¡qué diligencia tan viva
tuviéramos toda hora,
y tan presta,
en componer la cautiva,
dejándonos la señora
descompuesta! [...]
La hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color y la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas y ligereza
y la fuerza corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal
de senectud.
Si hubiese vivido en el siglo XXI, habría tenido a su disposición, si no procedimientos de detección temprana, tratamientos oncológicos avanzados y cirugía reconstructiva, sí al menos analgésicos para hacerle más llevadero el mal viaje. Por su parte, don Jorge habría podido recurrir a un tanatólogo que le aliviase el trauma de quedarse huérfano y tal vez no lo habría desfogado en la escritura de las celebérrimas (y poco leídas) coplas. Pero no tuvo eso ni penicilina ni derechos humanos ni música barroca ni luz eléctrica ni anteojos ni ahuyentadores de mosquitos ni pintura impresionista ni pay helado de limón. Aun así, todo tiempo pasado fue mejor, dicen.
Una cosa por otra: Manrique se salvó de pasar cuatro de los 39 años de su vida, de por sí corta, atorado en el tránsito, como nos ocurre a los habitantes más afortunados de la Ciudad de México. Y digo más afortunados porque fatigar automóviles, metrobuses y peseros durante dos horas diarias es todo un privilegio: muchos hay que consumen en el transporte público o privado tres, cuatro o más horas de su jornada, lo que hace 45 o 61 días al año. Tomo ese naufragio de la razón como ejemplo único de los horrores modernos porque, a menos que uno ande en helicóptero (y para eso hay que ser, como mínimo, dueño de TV Azteca) o poseer un manojo de gorilas que vayan abriendo paso, en el tránsito demencial, al igual que ante la muerte, “son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos”.
Tal vez lo lógico sería asociar a Manrique (1440-1479) con François Villon, su contemporáneo (1431?-1463?) y gemelo de melancolías (“¿Dónde están las nieves de antaño?”), pero más bien se me vino a la cabeza el incierto juglar lusitano Pero Meogo, que “parece haber florecido en el último tercio del siglo XIII, y tal vez alcanzado a pasar por los umbrales del XIV”, y quien pudo ser “un monje que, después de ahorcar los hábitos, profesó en las palacianas artes de juglaría”, según averiguó René Acuña (Las nueve cantigas de Pero Meogo, UNAM, 1977), no sin advertir que aquello tenía las trazas de “una especie de biografía apócrifa”. Como para confirmar la fugacidad de la vida que atormentaba a Manrique, del paso de Meogo por este mundo apenas ha quedado algo más que unas cantigas de amigo, equivalentes a las jarchas de la poesía hebrea y mora peninsular: poemitas en los que lleva la voz una muchacha que refiere sus amoríos.
Acuña se tomó el trabajo de pasar a Meogo no sólo al español contemporáneo, sino también a uno antiguo, equivalente al galaico-portugués, con el propósito de “traducir el sentido, reproducir los ritmos, y preservar el sabor arcaico de los textos”.
Retomo un viejo post de agosto del 2006. Cantiga II:
Maguer fermosa, sañuda estoy
con meu amigo, que me demandó
que lo fuesse a veer
a la font do los ciervos van a bever.Non fago tuerto de me le assañar
por ser atrever él de me demandar
que lo fuesse a veer
a la font do los ciervos van a bever.A fe que ne tien ya por sandya,
quando él no vien,mays envya
que lo vaya a veer
a la font do los ciervos van a bever.
O sea:
Aunque hermosa, enojada estoy
con mi amigo por haberme pedido
que lo vaya a ver
a la fuente donde los ciervos van a beber.
No le hago injuria al enojarme con él
por atreverse a pedirme
que le vaya a ver
a la fuente donde los ciervos van a beber.A fe que me ha tomado por sandia,
cuando, en vez de venir, me manda recado
para que lo vaya yo a ver
a la fuente donde los ciervos van a beber.
Símbolos aparte, los tiempos han cambiado un poco. En la vida urbana contemporánea lo más parecido a una fuente no es ni siquiera una fuente de sodas (eso era en los años sesenta del siglo pasado) sino el Oxxo para comprar agua embotellada, y creo que ciervos no se encuentran ya ni en el zoológico. Con perdón de René, aquí no sólo hay que traducir el texto, sino también el contexto. Y me imagino que los lamentos y enfados de la muchacha portuguesa del siglo XIII, en labios de una mozuela defeña del XXI sonarían más o menos así:
Estaré muy buena, pero me encabrona
que ese monito, por quién me toma,
me pida que vaya a la esquina
donde los micros cargan gasolina.¿Pues qué quería? ¿Llevársela leve?
No sé ni cómo se atreve
a pedirme que vaya a la esquina
donde los micros cargan gasolina.De su mensa me quiere agarrar
cuando me escribe por el celular
que lo vaya a ver a la esquina
donde los micros cargan gasolina.
2 comentarios:
Se te extrañaba, pero ahora viene la feliz recompensa
¡Bienvenido a tu galeón!
Un abrazo
Gracias, carísima. Galeón o cayuco, pero a bordo vamos.
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