11.12.08

La inteligencia del ratón


Sostiene (o sostenía) Fernando Magariños, La Mancha, que el individuo que inventó el mouse no tenía en la mente a la especie humana, sino a otra distinta, dotada de tres extremidades superiores. Su aserto –que puede extenderse a la combinación de mouse e interfase gráfica que se quiera, sea Windows, sea Macintosh, sea Ubuntu– es fácilmente comprobable por cualquier persona que en su trabajo ante la computadora deba combinar un aporreo intenso del teclado con operaciones y comandos que sólo pueden realizarse mediante el uso del puntero: es una lata tener que estar levantando una de las extremidades, la más hábil, para colmo, a fin de ir a buscar al roedor y sobornarlo, con un gesto manual que pareciera protegerlo del mundo, para que se digne mover por la pantalla una flechita que nunca se encuentra en el sitio en el que debería. Ted Selker supo que se requerían tres cuartos de segundo para mover la mano del teclado al mouse y otro tanto para regresarla a su posición, y en 1984 inventó, para remplazarlo, el trackpoint (se le conoció también como pointstick y trackstick) , que era una especie de clítoris incrustado en medio del teclado de las viejas portátiles IBM, entre la G, la H y la B, y que luego adoptaron otras marcas.

Algo se ganó también con los trackballs que aparecieron brevemente (la bolita que se movía con el dedo índice) en la parte inferior del teclado de las computadoras portátiles y, posteriormente, con los touchpads, introducidos en 1994, porque quedan más cerquita de las teclas y el desplazamiento de la mano se acorta de manera notable. Está la tableta gráfica, o graphic pad, que permite, en teoría, capturar a modo texto la escritura manuscrita del usuario y hace posible emplear la pluma electrónica anexa para realizar las acciones que normalmente se hacen con el clic del mouse. Existen las pantallas táctiles, desarrolladas desde los años sesenta del siglo pasado por integradores de sistemas; en 1983 apareció la HP 150, primera micromoputadora comercial provista con esta tecnología, que ha conocido desde hace años una masificación en quioscos, recepciones, entornos industriales y puntos de venta; sin embargo, su alto costo y su naturaleza antiergonómica imposibilitaron su adopción a gran escala en las computadoras personales. Esta tecnología, en cambio, empieza a vivir una edad de oro incrustada en los asistentes personales, las consolas de juegos y las nuevas generaciones de teléfonos celulares. Hay, además, dispositivos capaces de detectar los movimientos oculares del usuario y de convertirlos en movimientos del puntero y en clics (mediante parpadeos), pero se trata de aparatos caros que suelen emplearse en casos de discapacidad o para mediciones mercadotécnicas.

Vuelta al mouse. Tendría más sentido, decía La Mancha, un dispositivo que cumpliera esa función y que se accionara con los pies, así como los pedales de un automóvil o de un avión desempeñan tareas indispensables para la conducción y el pilotaje. Tenía razón y no: ya existen footmouses comerciales de distintas clases, pero resulta que su empleo es más difícil que el de sus parientes de escritorio porque la mayor parte de la gente tiene menos control de los movimientos precisos en los pies que en las manos.

A todo esto, se me olvidaba el motivo de esta disquisición: es que en este diciembre se cumplen 40 años de la invención del mouse, aparatejo que hoy resulta cotidiano y hasta despreciable, pero que ha implicado una profunda transformación en nuestra manera de relacionarnos con las máquinas en general. Lo inventó Douglas Engelbart, del Instituto de Investigación de Stanford (SRI, por sus siglas en inglés), en 1968, en el marco de una investigación para asistir a las personas en la toma de decisiones complejas mediante computadoras. Para entonces, Engelbart ya había redactado un reporte denominado Augmenting Human Intellect: A Conceptual Framework (“Aumentar el intelecto humano: marco conceptual”), en el que prefiguraba buena parte de las interfases gráficas de la actualidad. Desde luego, lo que había en la pantalla se parecía muy poco a lo que se ve en los monitores actuales, y en la cabeza del inventor no estaba la convivencia entre un teclado alfanúmérico convencional y el mouse: concibió, más bien, un sistema de trabajo en el que una mano estaba en contacto permanente con ese dispositivo, en tanto la otra operaba un teclado reducido de cinco botones (muy parecido al teclado telegráfico de Baudot) en el que era necesario oprimir las teclas en distintas combinaciones para generar caracteres específicos. Posteriormente se ha demostrado que, después de unas horas de entrenamiento y práctica, un capturista puede desempeñarse en forma mucho más eficiente con un teclado reducido que con un dispositivo tipo QWERTY.

El invento de Engelbart era una cajita de madera así, bien pinche, de cuya parte inferior sobresalían unas ruedas metálicas que, al desplazarse por una superficie cualquiera, se movían en un eje vertical y otro horizontal, y en la parte superior tenía un solo botón, tan rojo como el que inicia la Tercera Guerra Mundial. Fue patentado con el nombre poco atractivo “X-Y position indicator for a display system”. Lo impresionante de la ocasión no eran los dispositivos, sino las ideas: con monitores monocromáticos de tubos de rayos catódicos y con teclados electromecánicos se mostraban las posibilidades de un entorno gráfico con ventanas, de la multimedia y de las conexiones en red.

Todo lo que Engelbart recibió por su invento fue un cheque de 10 mil dólares. Años después, la patente fue registrada a nombre de la institución para la que trabajaba, y además venció antes de que el aparato se volviera de uso masivo. Xerox lo perfeccionó, agregándole la bola de rodillos ortogonales, y en 1981 lanzó al mercado una computadora equipada con ratón: la Star 8010, de la que ya nadie se acuerda. Luego vinieron la fallida Apple Lisa, la Commodore Amiga, la Atari ST y la Apple Macintosh, responsable, esta última, de la popularización definitiva de las interfases gráficas y del mouse.

De bola, infrarrojo o láser, alámbrico o inalámbrico, decorado o austero, es la parte más inmediata de los entornos computacionales que constituyen, a su vez, una parte medular de nuestra relación con el mundo: nuestra forma de estudiar, nuestras consultas y operaciones bancarias, nuestra relación con seres conocidos y desconocidos que se encuentran a tres mil kilómetros o a seis cuadras, dependen en alguna medida del invento de Engelbart y, claro, de comprender la sintaxis de una interfase gráfica y de interactuar con ella. Y no digo que esté bien ni que esté mal, sino todo lo contrario.

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