Despertó con un sobresalto. Se le vinieron encima fragmentos oscuros y sensaciones angustiosas, y no le fue difícil acomodarlos en el guión macabro en que se encontró cuando dormía: había soñado que por fin, después de décadas o vidas de espera, se presentaba la oportunidad para cambiar el país, para limpiar la vida, para meter a los culpables a la cárcel y sacar de ella a los inocentes (¿o no podría llegarse a tanto?), para que en México empezara a sonar lógico que los hambrientos necesitan comida, los desposeídos necesitan casa, los estudiantes necesitan escuelas, los enfermos, hospitales, y el gobierno, sensibilidad. ¿Cuándo se había perdido esa lógica? Quién sabe, pero en algún momento –años atrás, generaciones atrás– se había impuesto el principio de que lo que no genera ganancias inmediatas no sirve. En forma progresiva, el país, con todas sus instancias, se había convertido en un montón de máquinas de hacer dinero rápido y a costa de todo, y aquello produjo un doble resultado: mucho dinero y mucha más pobreza, separados, ambos, por muros construidos con ladrillos de desvergüenza y coronados con cercas electrificadas y cámaras de vigilancia.
Pero había llegado el día en que resultaba posible recuperar el sentido de las cosas, poner al país en el rumbo correcto y limpiar la vida. No había que hacerse demasiadas ilusiones porque los cambios serían arduos e inciertos, pero al menos se podían sentar las bases de una nación funcional, y aquello era posible con el concurso de su voto. Soñó que acudía temprano a la casilla, que alrededor de ella se respiraba un aire de tranquilidad y de optimismo apenas reprimido, y que volvía a casa a esperar un resultado previsible, lógico al cabo de tantos años de degradación, y merecido.
En su sueño, las horas de ese día pasaron muy veloces, y se vio enterándose de un vuelco siniestro: a la vista de todo el mundo, los sufragios cambiaban de sentido en una urna que era una computadora y la autoridad electoral se rehusaba a dar un diagnóstico; en un parpadeo, la modesta potestad de su ciudadanía se vio aplastada por maquinaciones desde el poder, por largas disquisiciones de alquimistas modernos y por ladridos vergonzantes, pero copiosos, emitidos desde aparatos de radio y receptores de televisión. Y en su sueño los meses siguientes transcurrieron aun más rápido, y sin darse cuenta cómo, aquello se volvió una pesadilla sofocante: había tomado posesión el candidato más gris, había empezado a ejercer el poder con gestos de marioneta furiosa y la oportunidad de limpiar la vida se había cerrado.
Transitó por imágenes de un país teñido de sangre y cubierto de cabezas y lenguas amputadas, en el que los trepadores de siempre, los ladrones de siempre, los violadores de siempre, los homicidas de siempre, volvían por sus fueros y festejaban la renovación de sus alianzas con el poder; las máquinas de hacer dinero eran lanzadas a todo rendimiento, el territorio nacional se convertía en un gran mecanismo de rentabilidad y se le aceleraba tanto que amenazaba con descarrilarse, mientras la población huía despavorida en todas direcciones para evitar que la maquinaria monstruosa le pasara por encima; era difícil escapar, porque el timón estaba suelto y cambiaba de dirección en función de vientos que eran encuestas de popularidad. Y en el sueño los meses empezaron a pasar más rápido, y llegó diciembre de 2008, y el hombrecito gris por quien unos meses antes nadie daba un centavo se había engallado y no lograba darse cuenta de la fragilidad del aparato. Sus compañeros de a bordo, mientras tanto, estaban ocupados perdonándose unos a otros raterías, atropellos, pederastias, contratos sucios, devociones corruptas, excesos y desvaríos, y no percibían la destrucción que causaban. Para evitar que aquella escena se despedazara por efecto de sus propias fuerzas centrífugas no iba quedando más que el accionar de los hombres armados, conforme la máscara de la decencia se caía a pedazos del rostro de las instituciones.
Despertó con un sobresalto, juntó las imágenes de la pesadilla y por unos momentos sintió una desolación abrumadora. Pero se tranquilizó cuando recordó en qué fecha estaba: era la mañana del domingo 2 de julio de 2006 y debía darse prisa; ese día se presentaba la oportunidad de participar en una corrección indispensable en el rumbo del gobierno, que llevaba tantos años extraviado, y saldría temprano de su casa, iría a la casilla y depositaría en la urna su voto a favor de López Obrador. No era perredista y ni siquiera de izquierda, y nadie había dicho que lo que estaba por venir fuera fácil, ni terso, ni perfecto, pero al menos no habría de ser una pesadilla.
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