El episodio de los pactos secretos entre el PRI y el PAN ha documentado de manera irrebatible que Felipe Calderón, Fernando Gómez Mont, Beatriz Paredes, César Nava y Enrique Peña Nieto, entre otros, conforman una bonita colección de mentirosos: políticos que renuncian a sus compromisos por dinero, que compran con votos legislativos ventajas electorales, que traicionan a sus electores, que sacrifican los intereses del país en aras de su beneficio personal y de facción, y que luego salen a las cámaras y micrófonos a presumir de pureza y de congruencia con el ideario. Ya no podrá decirse que es excesivo y exagerado caracterizarlos como integrantes de un conglomerado mafioso: han quedado desnudos en su inmoralidad, en su adicción al poder, en su carencia de escrúpulos elementales, en su inclinación incurable a usar sus cargos y privilegios –pagados, cómo no, con nuestro dinero– para emprender negocios turbios en los que el Ejecutivo se entromete, por la puerta de atrás, cual suele, en asuntos del Legislativo, en los que unos y otros cargan los dados electorales a conveniencia y, a la postre terminan traicionándose entre sí. Y cuando su inmundicia se desparrama y sale a la luz, aparecen con expresión de recién nacidos para explicarnos que lo que han hecho no tiene nada de malo.
Esto puede ser la puntilla, la gota que rompe la tensión superficial del vaso, el no va más. La mafia, por su parte, cree que es posible el control de daños y gasta dinerales en el lavado de imagen. Por ejemplo: uno va al cine a una película apta para todo público y antes de la proyección descubre que en vez de los consabidos comerciales –porquerías comestibles y bebibles, tiendas de trapos caros y automóviles que funcionan más como sustituto del sildenafil que como medio de transporte–, se transmite propaganda de los Legionarios de Cristo (un comercial a toda madre acerca de las bondades de la Universidad Anáhuac), de Elba Esther Gordillo (un conmovedor testimonial sobre la entrega de los normalistas a sus tareas) y de Felipe Calderón (las Fuerzas Armadas son la pura buena onda): toda una exhibición de virtudes públicas de la oligarquía para tapar las miserias de la pederastia fundacional, los desvíos de dinero público y cuotas sindicales (46 millones de pesos sólo en Quintana Roo, sólo en 2008) y el trastocamiento, a cargo del comandante supremo, de las atribuciones constitucionales del Ejército y la Marina, en lo que constituye el mayor agravio y el mayor desgaste al que han sido sometidas, en décadas, esas instituciones.
Con la acumulación de historias de este estilo, la circunstancia de la imagen pública del grupo gobernante equivale, sin exagerar, a una defunción. Muchos se lamentan por la pasividad aparente de una sociedad que, dicen, aguanta sobre sus hombros el peso de este pastel podrido y, desde el punto de vista presupuestal, carísimo. Escribía Kapuscinski:
“Es el poder el que provoca la revolución. Desde luego no lo hace conscientemente. Y, sin embargo, su estilo de vida y su manera de gobernar acaban convirtiéndose en una provocación. Esto sucede cuando entre la élite se consolida la sensación de impunidad. Todo nos está permitido, lo podemos todo. Esto es ilusorio, pero no carece de un fundamento racional. Porque, efectivamente, durante algún tiempo parece que lo pueda todo. Un escándalo tras otro, una injusticia tras otra, quedan impunes. El pueblo permanece en silencio; se muestra paciente y cauteloso. Tiene miedo, todavía no siente su fuerza. Pero, al mismo tiempo, contabiliza minuciosamente los abusos cometidos contra él, y en un momento determinado hace la suma. La elección de este momento es el mayor misterio de la historia. ¿Por qué se ha producido en este día y no en otro? ¿Por qué lo adelantó este y no otro acontecimiento? Si ayer, tan sólo, el poder se permitía los peores excesos y, sin embargo, nadie ha reaccionado. ¿Qué he hecho, pregunta el soberano sorprendido, para que de repente se hayan puesto así? Y he aquí lo que ha hecho: ha abusado de la paciencia del pueblo. Pero ¿por dónde pasa el límite de esta paciencia? En cada caso la respuesta será diferente, si es que existe algo que se pueda definir a este respecto. Lo único seguro es que sólo los poderosos que conocen la existencia de este límite y saben respetarlo pueden contar con mantenerse en el poder durante mucho tiempo” (El Sha o la desmesura del poder, Anagrama, Barcelona, 1987). Por lo pronto, ellos siguen pensando que lo pueden todo y que no pasa nada.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario