29.4.10

Antanas Mockus,
por Eliseo Alberto


(Gracias a Paola Partida por el envío de este texto)

Si las elecciones en Colombia hubieran sido ayer miércoles, habría ganado un político de ascendencia lituana, dos veces alcalde de Bogotá, ex rector de la Universidad Nacional, profesor de lenguas romances, cantante de rap, matemático y pedagogo de 58 años de edad que ha confesado padecer mal de Parkinson con la misma naturalidad con que el día de su boda se subió a un elefante, vestido de domador, y se casó con Adriana Córdova ante un rabino, un sacerdote, siete tigres y trescientos invitados que lo vitoreaban desde las gradas del Circo de Los Hermanos Gasca.

Aurelijus Rutenis Antanas Mockus Šivickas no es hombre de guardar secretos: hace casi dos décadas, para mostrarse tal cual es, el entonces rector universitario se bajó los pantalones y enseñó el trasero a los estudiantes que lo abucheaban, acción sin duda temeraria que, en menos de lo que demora contarlo, le permitió silenciar la rechifla y ganarse un histórico aplauso. En esa ocasión, poco faltó para que rompiera con sus nalgas el barómetro de popularidad. Vaya curioso comienzo para una muy curiosa carrera política. Al desnudo.

Para la campaña de 2010, el hoy candidato por el Partido Verde ha ideado una estrategia que explora nuevas tácticas electorales: jamás hace promesas, desconfía de la publicidad y busca apoyo a través de la red social de Facebook y el contacto directo con los votantes. Prefiere dar la cara. Tiene un don muy apreciado por los colombianos: el de la palabra. Y es un político que sonríe: casi el único. Todos los días monta bicicleta —no sólo los domingos, ante las cámaras de los fotógrafos. No se siente cómodo en los mítines. Se viste raro, digamos que con personalísima audacia. Lleva barba rubia, sin bigote, al estilo amish —como el leñador Abraham Lincoln. Ayer encabezaba las encuestas de intención de voto con alrededor de 40 por ciento y casi 10 puntos por encima del cafetero Juan Manuel Santos, aspirante oficialista del Partido de la U, quien hasta la semana pasada daba por segura su victoria. El ex ministro de Defensa de Álvaro Uribe ahora está preocupado. “Me diferencio de él (Mockus) en muchas cosas. Primero, yo me quité la barba. Yo creo en Dios. Y creo en tener un Ejército”, dijo Santos al calificar el repunte de su contrincante como “un fenómeno mediático”. Por cierto, la familia Santos es copropietaria del influyente periódico El Tiempo. A esa explicación le sobra ligereza.

La fuerza de Antanas Mockus radica en su discurso. De verbo fácil, notable sentido del humor y gran poder de convicción se ha hecho escuchar en un medio desgastado por la habitual falta de imaginación de los políticos. El eficiente Álvaro Uribe, por ejemplo, ha impuesto un estilo de mando demasiado serio para un país que bien merece un descanso, un aliviane, una sonrisa después de tantos balazos. Mockus dice a quien lo quiera oír: “Me encantaría que cada mañana, cuando un estudiante se levanta para ir a clase, comprendiera que allí, en su colegio o universidad, se juega la soberanía del país, la diferencia de poder futuro. No soy blando, soy un duro limpio. Lo que construyó el gobierno de Uribe no lo vamos a destruir”.

Sobre las FARC ha sido categórico: cero negociaciones. “Un canje (de rehenes) lo que generaría es el mismo ciclo. Es malcriar. Es enseñar a las FARC que sus métodos son efectivos. Y uno lo primero que tiene que hacer ante fenómenos como el terrorismo es demostrar que la sociedad no cede ante el terrorismo. Creo ser capaz de poner lo mejor de mí, pero sobretodo de convocar a la gente para que ponga lo mejor de sí. No bastará con que haya policías y soldados, se necesita justicia y rechazo social”.

No es frecuente encontrar en América Latina un político que hable así. “Colombianos: Debemos abrirnos a la posibilidad de ver cómo es el otro, lo complejo que es, lo bello que es, lo generoso que es. Es ir descubriendo que gran parte de nuestras desconfianzas son injustificadas, e ir descubriendo seres hermosos. Hay que comprender la ley. En vez de Publíquese y cúmplase, las leyes terminarán diciendo Publíquese, explíquese, compréndase y cúmplase”.

“Si usted va a votar por mí, pero no lo está haciendo en conciencia, mejor no vote por mí. Vote por aquel o aquella que le diga su conciencia. El juego limpio tiene un enorme efecto moral sobre el enemigo. Hoy la lucha en Colombia no es entre bandos, sino contra el todo vale, contra justificar violar la ley en aras de conseguir un fin supuestamente superior. Los recursos públicos son sagrados. Como pedagogo, rechazo la idea de que alguien es irremediable”.

El excéntrico pero sabio Antanas Mockus tendrá que cuidar sus espaldas si quiere mantenerse a flote: cuando se sube tan rápido y tan alto, la caída suele ser irremediablemente estrepitosa.

Eliseo Alberto

El último suspiro
del Conquistador / XXXIV


Cuando El Negre le dio a escoger a uno de los resurrectos para que lo acompañara en su viaje de regreso, el almero Tomás seleccionó a un hombre de edad mediana, estatura baja y rasgos europeos. El anfitrión celebró la decisión con una carcajada a la que se unieron todos los presentes.

—Ahora pies en cabeza y cabeza en pies —comentó El Negre—: Garcí, español esclavo de Tomás, indio.

El español no pareció ofenderse con la observación. Por el contrario, se unió a las risas y saludó a su nuevo dueño con una caravana.

El primer cálculo de Tomás fue que su nueva compañía lo liberaría del molesto disfraz de mujer castellana que había debido usar, hasta entonces, para mantener en secreto su presencia en el sitio en el que su amo, Don Hernando Cortés, había muerto. A partir de ese momento, podía aparentar que era un indio sirviente de un peninsular igualmente anónimo, colono de la Nueva España, y efectuar el resto del retorno por la ruta habitual: la Villa Rica, la Puebla de los Ángeles...

En los pocos días que pasó en La Española, Tomás había recibido mucho de El Negre y no quiso partir sin antes compartirle sus propias habilidades como captador de ánimas. Pidió que los resucitados abandonaran el bohío, se quedó sólo con el propietario y, como no había un agonizante a la mano para la lección práctica del oficio, y como no era el caso matar a nadie, se contentó con explicar la teoría. El africano escuchó atentamente la exposición del maya y, cuando comprendió las aplicaciones de aquel saber milenario, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Después, después —sollozó El Negre—. Año antes hablas y yo salva Sebastián Lemba.

* * *

Era una situación típica de casa chica, salvo por el hecho de que Juan Riestra y Rufino no tendrían descendencia. El empresario pasaba cuatro o cinco días de la semana con su familia principal —la esposa, los hijos—, y los restantes, viajaba con su novio, quien aparecía a los ojos de la sociedad como un ayudante del transportista. Una noche, Riestra pidió al muchacho que se vistiera de mujer. El resultado lo sorprendió, porque, al verlo con prendas femeninas, la masculinidad de su amante se disipó por completo.

—Ahora resulta —dijo, sorprendido de su propia situación— que tengo otra mujer.

—Pues de hoy en adelante, en estos viajes, seré tu mujer —respondió Rufino, disfrutando con la idea de experimentar una doble personalidad. Y durante un tiempo, vivió a caballo entre su condición biológica equívoca y su identidad adoptada. Las cosas habrían podido seguir así por tiempo indefinido, pero un día variaron de rumbo.

* * *


Tras interrumpir la comunicación con Andrés, Jacinta gimoteó hasta que le dolieron los músculos abdominales, se sobó la panza y volvió a su mensaje. En él, pidió al desconocido que le había escrito días antes que la ayudara a conseguir el uso de un cromatógrafo de gases y de un espectrómetro. “Te quedaría eternamente agradecida”, terminó y mandó el mensaje. Eran más de las tres de la tarde. Sintió hambre. Bajó a la cocina y se encontró a su mamá, Eduviges, sentada en una de las dos sillas de la mesita de servicio, respirando con dificultad y con la mirada clavada en el piso.

—¿Mamá?

Eduviges no respondió y la hija se alarmó ante el silencio.

—¡Mamá! —gritó Jacinta y se abalanzó sobre la señora. Le tomó la cara con las manos, la miró y observó una asimetría en la cara de su madre: el lado izquierdo estaba átono, en tanto que el derecho presentaba una ligera contracción muscular que daba por resultado una cosa a medio camino entre la sonrisa y la mueca de molestia. La cabeza de Eduviges se movió al arbitrio de las manos de Jacinta, y ésta cayó en la cuenta de que la mujer no estaba del todo consciente.

—¡Ay, no! —dijo para sí—. Otra vez al hospital.

* * *

Sánchez Lora, Manrique y Pérez, integrantes del servicio forense, recibieron la orden de seguir a los vehículos policiales. En los primeros momentos del trayecto a Los Pinos todo fue confusión. El pequeño convoy —dos patrullas y una ambulancia del forense—pasó aullando por unas cuadras de la calle de Rayón y dio vuelta a la izquierda en paseo de la Reforma, rumbo a Chapultepec. En el camino, Sánchez Lora, sentado en el asiento de copiloto de la ambulancia, vio una proliferación de vehículos oficiales de todas clases: autobuses repletos de policías federales y locales, tanquetas del ejército que desmentían la lentitud sugerida por sus blindajes, pick-ups musculosas de color azul oscuro, grises camiones de carga de la Armada, camiones de bomberos. Por el aire zumbaban varios pequeños helicópteros amarillos y otros, verdes, mucho más grandes y alargados. El aparato de intercomunicación de la unidad vomitaba gritos entremezclados e ininteligibles. Lo único que los forenses sabían era que frente a la puerta principal de la residencia presidencial habían sido abandonadas varias cabezas humanas y que debían acudir a ese sitio para el levantamiento de restos. Sánchez Lora apagó el transceptor y se resignó a escuchar las noticias en la radio. No le fue difícil encontrarlas.

—Está confirmado —dijo un locutor, con la voz perceptiblemente alterada y temblorosa—. Las cabezas encontradas esta mañana en la puerta principal de Los Pinos pertenecen a los integrantes del gabinete presidencial. El gabinete completo ha sido descabezado —agregó, acaso sin darse cuenta de la literalidad de su dicho.

—Puta madre —exclamó Sánchez Lora.

Volteó a ver a Pérez, que conducía, y apreció en su semblante pálido y sudoroso el impacto de la noticia. Luego giró la cabeza hacia el pequeño asiento trasero y lateral donde viajaba Manrique; le temblaban los labios. Alrededor de la ambulancia, decenas de vehículos marcados con logotipos oficiales seguían confluyendo hacia Paseo de la Reforma. La ancha avenida, en sus carriles centrales y laterales, se volvió un gigantesco estacionamiento en el que ululaban sirenas de todas clases y destellaban luces de emergencia azules, rojas y blancas.

—Se ha anunciado que, en unos momentos más, el Presidente dará un mensaje a la nación —se escuchó en la radio.

Minutos después, en efecto, inició una transmisión en cadena nacional. El Presidente habló con voz firme y serena al referirse a “los trágicos sucesos de esta mañana”; prometió que se identificaría y se castigaría con todo el peso de la ley a los culpables de las decapitaciones; dijo que su gobierno estaba sólido y cohesionado y que no se dejaría amedrentar; explicó que el abominable crimen era un indicio claro de la desesperación y la debilidad de los grupos criminales ante la firmeza con que estaban siendo perseguidos y ante los golpes contundentes que habían venido recibiendo por parte de las autoridades. Luego, exhortó a la población a la unidad y a la tranquilidad, y le pidió que no se dejara engañar por falsas percepciones.

Sánchez Lora se echó a llorar.


(Continuará)

27.4.10

Defensas


Suena bien eso de defender a los mexicanos expuestos a la legislación racista, hipócrita y paranoica, recientemente aprobada en Arizona: envolverse en una bandera nacional y arrojarse con heroísmo por la empinada ladera de las declaraciones, sin olvidar el adjetivo indeclinable.

El heroísmo de Calderón en defensa de los connacionales va acompañado por otros actos sublimes. El señor Gómez Mont se siente a salvo porque se pone enfrente, porque protege a los suyos y porque desprecia a los cobardes que tienen miedo. Es una persona excepcional: su valentía a toda prueba tiene, además, la coadyuvancia de un blindaje nivel 4 y de una nube de guaruras que lo salvan de todo mal. Los mexicanos comunes y corrientes (quién les manda) viven en pánico no sólo frente a las granadas y los AK-47, sino también (qué cobardes) ante una pistola .22 o un cuchillo, blandidos por una delincuencia modesta pero casi siempre impune. Y cuando la carcacha de una familia cualquiera pasa al lado de un retén militar, es muy posible que el conductor o la conductora se mueran mil veces de susto y aparezcan en su mente las imágenes de padres, madres e hijos cosidos a balazos por los gatillos nerviosos de los efectivos castrenses. Las fuerzas armadas están para abatir la capacidad de fuego de los delincuentes, pero de cuando en cuando se escabechan también a estudiantes, a campesinos, a señoras que iban de compras o a señores que nomás estaban en su casa viendo la tele pero que tenían cara de narcos.

Y es que, por las razones que hayan sido –confesables o no–, el calderonato decidió que decenas de miles de vidas humanas podían ser sacrificadas en la guerra impuesta al país, optó por la destrucción de la seguridad pública y determinó que, en lo sucesivo, y durante un tiempo indefinido, los mexicanos no sólo tendrían que temer por su comida, sino también por su vida.

Por las razones que sea: por un honesto compromiso con la vigencia del estado de derecho; o por el afán de hacer demostraciones prácticas de garrotes, tanquetas y artillería a una población exasperada; o porque había que obedecer el dictado neocolonial implícito en la Iniciativa Mérida; o por personales pulsiones patológicas de destrucción (“I want all the toys”, dice Calderón, festinando su propio chiste, en referencia a las armas de alto poder de una serie policial, mientras sus gobernados, delincuentes y no, mueren como moscas); o porque se buscaba negociar, a balazos, un nuevo pacto entre los poderes políticos y empresariales que dictan las acciones del régimen, por un lado y, por el otro, los poderes del narcotráfico y las otras corporaciones que tienen en la infracción penal su ramo principal de actividades.

La otra parte del problema es que el calderonato decidió seguir y profundizar un modelo económico que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, que genera desempleo y miseria y obliga a muchos a dejar sus lugares de origen o residencia y a buscar mejor suerte en otro lado, en Arizona, por ejemplo, donde de seguro no los tratarán peor que en su propio país.

Pero es de mal gusto hablar de eso, sobre todo ahora, cuando la economía se encuentra en franca recuperación, así sea en el terreno de las percepciones.

Tal vez las escenificaciones oficiales logren distraer la atención, así sea por un momento, de un dato incómodo: el gobierno de Felipe Calderón da a la mayoría de los mexicanos un trato peor que el que cabe esperar –y temer– de las autoridades de Arizona, si es que éstas llegan a estrenar los dientes que les conferiría esa ley ciertamente infame, pero de futuro dudoso.

En lo inmediato, los connacionales que se ganan el sustento en la tierra de la implacable Jan Brewer se están defendiendo muy bien, ellos solos, mediante movilizaciones y acciones de resistencia.

Quienes, a pesar de todo, se quedan de este lado, no han cejado en su defensa contra la ofensiva económica, legislativa, propagandística y represiva que el régimen mantiene contra la mayoría de la población. Si la gente tiene éxito en defenderse, aquí, de Calderón, Gómez Mont, Carstens, Lozano Alarcón, García Luna y compañía, no tendrá que irse del país a trabajar, a padecer y a defender su vida y su dignidad frente a canalladas racistas y electoreras como la engendrada por los legisladores y la gobernadora de Arizona.

22.4.10

Entrevista de AMLO
con Carmen Aristegui

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El último suspiro
del Conquistador / XXXIII


No podía creerlo: él la había llamado en una actitud amorosa y arrepentida, pero Jacinta se había portado fría y grosera y le había colgado el teléfono. Andrés se sintió urgido por salir de aquel impasse en su existencia. Evaristo Terré, su anfitrión parisino, se dio cuenta de la angustiosa situación de su amigo y lo instó a acomodarse como mejor pudiera en el sofá de aquella sala sucia, y a desplegar sus objetos personales en la mesita que servía de comedor.

—Distráigase, hombre, ponete a trabajar, haz como si no hubiera pasado nada, que la vida es más complicada que esto —le dijo, mientras le servía la tercera o cuarta taza de café de la tarde, que ya llegaba a su fin en aquel febrero.

Andrés encontró que el consejo era razonable, aunque no estaba seguro de poder acatarlo. Agradeció el gesto, pidió permiso para usar la computadora de Evaristo y extrajo de su maleta el disco duro externo en el que había almacenado toda su investigación de doctorado. Encendió el aparato, enchufó el dispositivo de almacenamiento a uno de los puertos y se dispuso a revisar —así fuera para apartarse de pensamientos negros— el estado de su trabajo, bruscamente interrumpido unas semanas atrás. Pero cuando abrió el directorio del disco duro portátil, vio cosas que le eran desconocidas: en vez de las carpetas de sus documentos, halló carpetas extrañas que no le decían nada: “Chamula”, “Novios”, “Lenguaje”, “Perros”, “Epistemo3”, “Verano”, “Comunidades”, “Campo”, “Respaldo documentos Jacinta”.

—Carajo —dijo, con desesperación—. Éste es el disco de Jacinta, no el mío.

El descubrimiento suponía un formidable golpe adicional en su vida, de por sí maltrecha: toda la información de sus estudios estaba a miles de kilómetros de ahí, en poder de una chava que acababa de colgarle el teléfono y que, por lo visto, estaba muy enojada con él. Sin casa, sin su amor, sin el fruto de varios semestres de su esfuerzo, Andrés pensó en el suicidio.

* * *

El perito forense Sánchez Lora volvió al local de don Rufina llevando consigo la credencial que había comprado en la administración de La Lagunilla. Estaba incómodo consigo mismo por participar en actos de corrupción, por dejar de cumplir con su tarea, que era el reconocimiento y levantamiento de cadáveres, y por invadir funciones que le eran ajenas. Pero la serie de acontecimientos que se había iniciado con el aplastado de República de El Salvador le causaban una enorme intriga y ésta podía más que sus escrúpulos. Al llegar al sitio del crimen, vio que los empleados públicos se tomaban su trabajo con parsimonia, pese a que el olor a muerto recomendaba hacerlo rápido. Se acercó a uno de los agentes y le preguntó:

—Oye, ¿me llevas a donde está la señora a la que interrogaron?

—Es la que está saliendo, a dos puestos a la izquierda —respondió el policía con desgano—.
Seguro no se va a mover de allí, porque está muerta de susto.

—Cabrones, ¿pues qué le hicieron? —dijo Sánchez Lora sin esperar respuesta, y se dirigió al sitio indicado. Al llegar descubrió que la locataria estaba, en efecto, muy asustada.

—Ya les dije todo lo que sabía, señor —dijo la mujer en cuanto vio el gafete que Sánchez Lora llevaba colgando del cinturón—. Ya les dije todo a los otros agentes.

—Tranquila, señora —terció el perito—. Sólo quiero que me aclare una cosa.

Sánchez Lora sacó del bolsillo la credencial que había comprado momentos antes y la puso a la altura de los ojos de la mujer.

—Mire bien —le dijo—. ¿Reconoce a esta persona?

—Sí, señor, esa es la muchacha que anduvo por aquí el día que pasaron las cosas.

“Tal vez salgo mejor policía que forense”, pensó para sí mismo el perito, con cierta amargura, y se dirigió de vuelta a la bodega.

No alcanzó a llegar a ella: en el pasillo del mercado se topó a una caravana de ministerios públicos y de agentes policiales, quienes habían abandonado a toda prisa el local. Detrás de ellos iban Pérez y Manrique, sus compañeros, sudando mientras cargaban la camilla donde iba el cuerpo de Don Rufina cubierto por una sábana blanca. la procesión dejaba tras de sí una estela de hedor insoportable. Los colegas de Sánchez Lora bufaron con disgusto al verlo, porque los había dejado solos con el trabajo, pero el especialista no les hizo caso. Se dirigió al comandante.

—¿Qué pasó?

—Pues que había que acabar con esto a la de ya, mi buen —respondió el policía, también agriado—. Ahora sí que se puso fea la cosa —y luego, señalando a la camilla, y en tono inequívoco de orden, agregó:

—Dejen a ese cuerpo en donde quieran, que hay que tener disponibles todas las ambulancias del forense.

Sánchez Lora vio que el comandante estaba de mala mosca y optó por dejarlo en paz. Camino al estacionamiento del mercado, en donde habían dejado las patrullas y la ambulancia, preguntó a otro de los policías del grupo:

—¿Me puedes decir qué ocurrió?

—¡Está muy cabrón! —replicó el agente—. Aparecieron como veinte cabezas frente a la puerta principal de Los Pinos.

* * *

No había forma de sentir la nada: una luz grisácea, tal vez, o una oscuridad que no era digna de ese nombre; un letargo incorporal muy tenue como para sentirlo; una presencia simultánea de recuerdos demasiado vagos como para recordarlos, ajenos e incomprensibles, y de súbito, precisos y vívidos: el cu principal de Cholula, coronado por aros que eran las aureolas de dilatado diámetro en los pechos de doña Marina o los doblones de su propia fortuna, disputada por cientos de manos; las líneas rectas de los cantos de su espada eran los bordes del cuello odioso de doña Catalina Xuárez, su primera esposa, con las cuentas de azabache de su gargantilla derramadas en el lecho, en la única vez en que su virilidad se irguió ante esa mujer. Y la frase lacerante de fray Bartolomé de Olmedo, proferida la mañana del 2 de noviembre de 1522: “... Toda esta ciudad dice públicamente que vos la habéis muerto”. ¿Remordimientos? No. ¿Evocaciones? Nada. ¡Ah, pero algo! Él había vuelto de la muerte. En una ocasión...

(Continuará)

20.4.10

Pedopriest: el juego Vaticano


Encontré en el blog Luces y Sombras, de Marichuy y Aurore Dupin, el juego Pedopriest, un programita descargable en Flash que reproduce fielmente la estrategia seguida hasta ahora por los curas pederastas y el alto clero católico que los ha protegido: abusar de niños, intimidar a los testigos antes de que llamen a la policía, distraer a las autoridades o, en última instancia, escapar de ellas y refugiarse en El Vaticano. Buenísimo.

19.4.10

Dice Andrés Manuel...

Eh, Sabina, ten
cuidado con la mierda


"Lo único bueno que tiene que no esté Serrat es no tener que comer con presidentes. Je, je, je, je."
Joaquín Sabina, 13 de abril de 2010.

"A las 14:22 horas arribó el cantautor Joaquín Sabina a la residencia oficial de Los Pinos para participar en una comida con el presidente Felipe Calderón. "
El Universal, 19 de abril de 2010

18.4.10

Los callos de Monseñor

Los ataques a Joseph Ratzinger se deben a que la iglesia católica ha pisado muchos callos, dijo ayer Juan Sandoval Íñiguez: La Iglesia pisa muchos callos, para los que explotan a los pueblos, los endeudan, para los que hacen guerras solamente por motivos económicos, para los que quieren acabar con la familia y con la vida, para que los países del tercer mundo se reduzcan y haya menos. Eso dijo el Cardenal.

Con todo respeto, Monseñor, no se la jale. Las oligarquías financieras opusdeístas y legionarias, que son, en el caso de México, las que explotan a los pueblos y los endeudan, y el complejo militar-industrial estadunidense, que es el principal promotor de guerras por motivos económicos, no han dicho esta boca es mía en la actual andanada de críticas a la jerarquía eclesiástica.

Llame a las cosas por su nombre: hasta donde se sabe, nadie se ha quejado de haber recibido un pisotón en un callo por el pontífice actual, ni por el anterior. Lo que se critica es que él, su antecesor, y un montón de obispos, arzobispos y cardenales, han protegido a sacerdotes que usaron su autoridad espiritual para agredir sexualmente a menores de edad. Una cosa es pisar callos y otra, muy distinta, obligar a niños a masturbar a sus mentores espirituales y a practicar con ellos sexo oral y anal.

Sólo a usted se le ocurre confundir acciones tan disímiles.

17.4.10

Sobre la contrarreforma
laboral de Felipe Calderón*

Afirma una premisa ética fundamental que la vida humana no tiene precio. Un vendedor de seguros o un empleador tal vez sonrían discretamente al escucharla, pues para ellos la existencia del prójimo tiene una cotización simple y precisa. En 2006, Minera México, después de sepultar a 65 de sus trabajadores, ofreció a los deudos 82 mil 400 pesos por cada uno de los obreros sacrificados en aras de la glotonería de utilidades máximas. El ofrecimiento equivalía, a precios de 2008, a un automóvil Atos, pero del modelo austero, el que venía sin aire acondicionado ni equipo de sonido.

A ojos de un patrón cumplidor de la ley, el cálculo es simple: tu existencia cuesta tu salario de ocho horas, multiplicado por tres, que da 24 horas, multiplicado a su vez por el número de días que le resten a tu vida útil como trabajador.

Si recurrimos a un parámetro meramente salarial, de 1982 a la fecha los mexicanos hemos experimentado, en nuestra inmensa mayoría, una devaluación cercana al 57 por ciento. Esa depreciación coincide cronológicamente con el ciclo de gobiernos neoliberales que padecemos hasta la fecha.

La apuesta de los economistas oficiales fue simple: había que insertarse en la economía global y para eso se necesitaba establecer precios competitivos a nuestro principal producto de exportación, fuera del petróleo y las drogas: la carne humana. En ese afán, los gobiernos de Salinas a Calderón han promovido, como eje central de su propuesta económica, la venta y la exportación de mexicanos: regalando territorio, energía e impuestos a la inversión extranjera para que establezca maquiladoras. Ciudad Juárez fue, en un principio, la concreción de la fantasía salinista. Muchas transnacionales fueron allí a instalar fábricas que no se nutrían con la cualificación de la mano de obra ni con un alto nivel de servicios, telecomunicaciones o desarrollo, sino con lo baratas que les salían las trabajadoras mexicanas, emigrantes internas, jóvenes, sin familia ni sindicato. Pocos años después, muchas de esas trabajadoras empezaron a aparecer muertas. Ninguna autoridad policial, ningún procurador estatal o federal, iba a tomar en serio el asesinato de una muchacha desamparada que no valía arriba de dos o tres mil pesos mensuales.

La otra línea de ventas consistió en orillar a la emigración a millones de personas: primero, adultos varones de origen campesino; luego, habitantes urbanos sin especialización; posteriormente, mujeres y niños; ahora, licenciados, maestros y doctores. Fox incluso se congratulaba ante el hecho oprobioso de que la economía nacional fuera sostenida, en buena medida, por las remesas enviadas por aquellos a los que el país les cerró las puertas del empleo y de la dignidad.

Las medidas de abaratamiento poblacional han ido de la contención salarial a la violación sistemática y deliberada de las leyes laborales, del mantenimiento de sindicatos charros que aseguren el control de los trabajadores formales al impulso oficial al crecimiento del sector informal (“empléate a ti mismo”, formuló Salinas; “vocho, tele y changarro”, pregonaba Fox); de la reducción, degradación y privación de servicios básicos de educación y salud a la población, a la eliminación de la propiedad pública, que nos daba valor a todos, para transferirla a unos cuantos. Hoy tenemos algunos multimillonarios más en la lista de Forbes, y muchísimos millones más de pobres, que hace dos décadas.

Los beneficiarios de esta política son, por un lado, los intemediarios en el comercio de carne humana, es decir, un puñado de empresarios nacionales, y por el otro, los administradores oficiales de la depreciación poblacional.

Germán Larrea, cuya empresa tasó a cada minero muerto en el equivalente a un automóvil Atos de modelo austero, incrementó su patrimonio en cuatro mil millones de dólares el año pasado; Ricardo Salinas Pliego vio crecer su fortuna en cinco mil 900 millones de dólares de ingresos durante 2009, el año de la crisis mundial. En ese mismo lapso, el 24 por ciento más pobre de la población percibió un ingreso total de 730 dólares. El cincuenta y tantos por ciento de los mexicanos que, según las cifra oficial, se encuentran bajo el umbral de la pobreza patrimonial recibieron, en ese año, mil 460 dólares por persona.

Mientras los empresarios mexicanos ricos arrebatan lugares en la lista de Forbes a sus pares de Estados Unidos, los servidores públicos encumbrados no dejan su mes por menos de lo que ganan sus homólogos en naciones industrializadas. Y se da el caso de que ganen el doble que en España, o 60 por ciento más que en Estados Unidos, como ocurre con los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Pero debajo de la pirámide social, los salarios mínimos equivalen a menos del 8 por ciento que en el vecino país del norte: 4.5 dólares diarios frente a 58 dólares al día.

Esta magna devaluación de la gran mayoría de los ciudadanos se ha realizado en forma ilegal. Sin ir más lejos, es difícil negar que la Comisión Nacional de Salarios Mínimos actúa en forma inconstitucional cuando pretende que 56 pesos diarios podrían ser suficientes para “satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”, como lo señala la Carta Magna. El propio secretario del Trabajo, Javier Lozano Alarcón, dijo recientemente que la iniciativa de reformas laborales presentada por su jefe el pasado 18 de marzo busca “regular las prácticas que actualmente ocurren en el sector informal o al margen de la ley”. Con ese criterio, habrá que ir pensando en despenalizar los levantones y las ejecuciones extrajudiciales, y aceptar que el derecho a la vida pueda quedar sujeto a contratos por hora. Hasta donde se sabe, la tarea de las autoridades es hacer cumplir las leyes, no adulterarlas para dar gusto a quienes las infringen, que son, significativamente, los patrones.

Este gobierno nunca ha aplicado la legislación laboral vigente a favor de los trabajadores y de sus organizaciones independientes. Más aun, los ha perjudicado en forma sistemática mediante interpretaciones sesgadas, facciosas y abusivas, como la disposición de la toma de nota a las dirigencias sindicales. Ahora viene a vendernos el acotamiento del derecho de huelga, la certidumbre en el empleo, el derecho a la indemnización, como beneficios para los asalariados. Esto no es una reforma, sino una contrarreforma. Miente Felipe Calderón cuando afirma que busca una Ley Federal del Trabajo “renovada y más cercana a la realidad del país en el siglo XXI”. Lo que pretende, en realidad, es retroceder a los albores del siglo XX, cuando se permitía la sobreexplotación de los peones acasillados y cuando se asesinaba a los obreros en Cananea.

Contratación por horas; trabajo a destajo; pérdida de salarios caídos, de derecho a la reinstalación, de ascenso escalafonario, de conquistas sindicales; incertidumbre y desprotección ante el despido injustificado. ¿Qué otra cosa pedirán los patrones para abaratar aún más a este enorme mercado de mano de obra miserable?

La ilegalidad que caracteriza al calderonato en la mayor parte de sus acciones y omisiones es, sin embargo, incómoda. El modelo neoliberal nos ha privado a los mexicanos de poder adquisitivo, pero también de propiedad y servicios públicos, de seguridad, de educación, de salud, de cultura. Pero conservamos derechos, garantías y conquistas plasmadas en la Constitución y en las leyes federales, y esos instrumentos son la única herramienta que tenemos para pugnar por nuestra revalorización como seres humanos. El grupo gobernante lo sabe y pretende arrebatárnoslos, como lo pretendió con su reforma judicial, como lo intentó con la intentona de desmantelar la industria petrolera. A los patrones y a quienes controlan el poder público les interesa reducirnos a un hato aterrorizado por el naufragio de la seguridad, atomizado y desinformado, sometido a los caprichos y a las gulas de consorcios nacionales y extranjeros que podrán venir a comprarnos a granel: por individuo, por pieza, por hora, por kilo, por litro de sangre.

Ya a principios de los años noventa del siglo pasado —¡hace casi 20 años!—, teóricos estadunidenses como Richard Reich e Ira Magaziner se deslindaban de la barbarie neoliberal y señalaban que la principal riqueza de Estados Unidos no era la infraestructura y la planta industrial, porque se volverían obsoletas, ni la bolsa de valores, porque los capitales iban y venían a como les daba la gana. La riqueza inamovible del país, señalaba, era la población, y en ella había que invertir.

Qué contraste: mientras en México tenemos que enfrentar un intento de reforma laboral regresiva, desintegradora del tejido social, depauperadora de la población, en España se está planteando, para hacer frente al desempleo, medidas como la reducción de la jornada de trabajo con el pago mínimo del 67 por ciento de las horas no trabajadas; medidas como la absorción, por parte del erario, de parte de las indemnizaciones que se paguen a quienes sean despedidos después de trabajar 33 días; medidas como el subsidio fiscal a empresas que contraten jóvenes sin experiencia laboral. Y a nadie se le ha pasado por la cabeza argumentar que tales propuestas atentan contra la productividad.

Aquí, nos dicen, las arcas públicas no dan para más. Bueno, reconozcan que dan para un poquito más: ¿Cuánto dinero ha invertido el calderonato en publicidad para justificar su no inversión en la gente? ¿Cuántas camionetas blindadas de un millón de pesos se habrán comprado este año los representantes populares? ¿Cuántos miles de millones de dólares se regalan a Repsol por contratos mafiosos de abasto de gas natural a la CFE? ¿Cuántas decenas de millones de pesos se otorgan mes a mes a las secciones del SNTE bajo el control gordillista? ¿Cuántas carretadas de dinero entrega el Conacyt a las transnacionales para que financien investigaciones que sólo benefician a sus accionistas? ¿Cuánto dinero sigue repartiendo el Procampo entre narcos y funcionarios del sector agrario? ¿A cuánto ascienden los subejercicios en las dependencias del gobierno federal?

Es dable exigir que las autoridades hagan cumplir las leyes laborales tal y como son, no sólo porque es su obligación sino también porque ello es indispensable para reactivar el mercado interno, reducir el sector informal y restituir la confianza de los trabajadores mexicanos en su país, en sus instituciones y en su propio futuro.

La contrarreforma laboral propuesta por el calderonato es un acto de cinismo, una inmoralidad y una nueva agresión a una masa trabajadora sacrificada y devaluada durante décadas para impulsar la riqueza extrema de unos cuantos. No permitamos que se haga realidad. No debemos permitir que nos arrebaten nuestros derechos, porque son el instrumento que tenemos para construir una nación en la que podamos restituir el valor que les ha sido despojado a las personas, una nación en la que la vida humana no tenga precio.

_______________
* Ponencia leída en el Foro de Análisis de la propuesta de reforma laboral del PAN, el martes 13 de abril, en el auditorio del Edificio “E” del Palacio Legislativo

16.4.10

Ratzinger se arrepiente

En el trono de Pedro, cierto día,
rodeado de monjitas entusiastas,
una disculpa Ratzinger pedía
por los casos de curas pederastas.

“¡Ay, qué barbaridad! ¡No me di cuenta!”
exclama el alemán, todo abatido,
mas puede verse, con mirada atenta,
que no implora el perdón sino el olvido.

“¿Cómo pudo ocurrir? ¿En qué momento?”,
sigue haciéndose güey —porque él sabía
de cada violación y tocamiento
y además de saber, los encubría.

Lo imita con fervor la clerecía
y no sin cierto toque de efectismo,
en su peripatética homilía
Norberto se horroriza de sí mismo.

Cuestiona el cardenal a media misa:
“¡Jesús! ¿Cómo es posible tal vileza?”
Y aparece, de forma muy precisa,
Nicolás Aguilar en su cabeza.

Aguilar —precisemos— es el cura
abusador de niños que Norberto
protegió con cinismo y cara dura
y lo ayudó a llegar al aeropuerto.

Recuerde, Monseñor: por ese caso,
fue colosal el ruido y el borlote;
es más: en la ocasión estuvo a un paso
de acabar con sus huesos en el bote.

La súbita humildad que el clero ensalza,
adoptada en tardanza y en sigilo,
parece tan hipócrita y tan falsa
como las lágrimas de cocodrilo.

Cuando la horda clerical nefasta
se dice arrepentida y sale al ruedo,
su actitud se parece al pederasta
que retrató Francisco de Quevedo:

“De Herodes fue enemigo y de sus gentes,
no porque degolló los inocentes,
mas porque siendo niños y tan bellos,
quiso matarlos, no coger con ellos.”

Dice Andrés Manuel...

15.4.10

El último suspiro
del Conquistador / XXXII


Una noche de enero de 1548, en un pequeño cementerio en la isla de Santo Domingo, ocho sepultados salieron de sus tumbas, caminaron, rieron y bailaron a la luz de la luna y al ritmo de un tambor ashiko, ante la mirada estupefacta de Tomás, el almero maya, huésped involuntario del brujo africano que operó las resurrecciones. Tomás los observó uno por uno y, aparte de cierto olor a humedad y de un carácter sumiso, no les notó diferencia con respecto a las personas normales, y Tomás se preguntó qué pasaría si intentaba insuflar un alma en uno de esos individuos que, a decir de El Negre, habían dejado la suya en el interior de la tumba.

Cuando el Sol, el noveno yacente, pugnaba por salir de la tumba nocturna, los nueve individuos, más el joven que había aporreado el tambor durante horas, detuvieron sus movimientos, se quedaron estáticos y vibrantes y, a una señal de El Negre, abandonaron el cementerio. Tomás los siguió sin decir palabra. Tomaron un estrecho sendero, tan estrecho, que la mayor parte del recorrido hubieron de hacerlo en fila india. El maya notó, con sorpresa, que conforme caminaba, su cansancio desaparecía. El brujo africano presidía la marcha, pero en algún momento se detuvo, dejó que los resurrectos pasaran por delante y se colocó al final de la columna, donde iba el maya. Le dijo, en su enrevesado castellano, que aquel camino no habría de añadirle fatigas adicionales.

—Hablaron El Negre y camino. Camino, amigo.

Aquello significaba, dedujo Tomás, que el sendero había sido objeto de algún encantamiento. Y así como el trayecto le restituía energías conforme lo andaba, el idioma dislocado de su anfitrión, en el que las palabras se unían como parches sobre una tela desgarrada, le fue comunicando un sentido preciso, a pesar de la construcción disparatada de las frases. En el camino, El Negre le narró la lucha de los taínos originarios y de los negros cimarrones contra sus amos españoles y cómo los africanos habían heredado de los indios la amistad con esa y muchas otras veredas para atacar al enemigo común. Aquellas gestas habían comenzado con el alzamiento de un natural de nombre Enriquillo, quien se sublevó contra sus amos encomenderos por los malos tratos que recibía de éstos y porque un español de apellido Valenzuela había intentado violar a su esposa. Con un grupo de los suyos, Enriquillo se hizo fuerte en la Sierra de Bahoruco y derrotó a las sucesivas expediciones españolas que trataron de aplastar la rebelión. Las autoridades coloniales acabaron firmando un acuerdo de paz con los sublevados, a quienes se permitió vivir en libertad en sus propios poblados.

Hasta uno de los caseríos de taínos libres llegó, años más tarde, una docena de esclavos africanos fugados de una encomienda. El grupo estaba dirigido por Sebastián Lemba, de quien El Negre se expresaba con admiración y respeto, y quien, después de la muerte de Enriquillo, combatió a los españoles. La pequeña guerrilla operaba desde las montañas y ocasionalmente caía sobre las tierras conquistadas, liberaba a otros cautivos, y así llegó a tener tantos hombres como días tiene el año. Los alzados pudieron persistir mientras los nuevos amos de la isla fueron incapaces de localizar sus guaridas, pero éstas crecieron en población, los españoles se hicieron de informantes entre la diezmada y declinante población taína y un mal día cayeron sobre el principal poblado cimarrón.

—Españoles hablaron en San Juan de la Maguana con bocas de fuego. Señor Sebastián Lemba capturaron. Lo mueren en Santo Domingo, hace cuatro meses —concluyó su relato El Negre, justo cuando se divisaba ya su choza, enclavada en una axila de los cerros.

Cuando llegaron a la precaria vivienda, ya en pleno día, el brujo africano repartió cuencos de agua y raciones de yuca entre los resurrectos, quienes, tras terminar sus raciones, se tumbaron en el suelo y se durmieron.

—No entiendo, dijo al fin Tomás a su anfitrión—. Combatiste el cautiverio, y ahora haces esclavas a estas gentes.

—Esclavos distintos, sin grilletes, sin cadena —reviró el africano—. Esclavos obedecen todo. No habrá nueva derrota.

Tomás se quedó en silencio, tratando de masticar el sentido de aquellas palabras enigmáticas. Pero El Negre interrumpió sus pensamientos:

—Será uno acompañante. Señala esclavo tuyo, esclavo te acompaña cuando te irte.

Tomás captó de inmediato el sentido de aquella frase. Su benefactor le ofrecía nada menos que a uno de aquellos resucitados, con el cual podría experimentar la transmutación de las almas que tenía guardadas. No había dormido en toda la noche ni había logrado digerir las experiencias de las últimas jornadas y la decisión le pareció ardua. Examinó a los durmientes: una mujer y dos hombres caribes, tres varones negros, una mujer y un hombre de ascendencia mora,y uno más, de tez blanca y pelo castaño. Guiado por una inspiración súbita, dejó de lado sus escrúpulos sobre la esclavitud y señaló al europeo.

* * *
Construir y destruir. Construir y destruir destinos, hombres, mujeres, imperios, su propia vida. Esa era la noción que le quedaba en lo que parecía ser la muerte. Destruir lo ya destruido.
Ignorar el ruego de Cuauhtemotzin para que le diera muerte y le evitara más humillaciones. Construir y destruir ciudades, amistades, amores. ¿Cuál podía ser el fin de todo eso?

* * *

Pese a los accidentes de la inexperiencia, tanto Rufino como Juan Riestra se sintieron deslumbrados por la vivencia sexual compartida. En las semanas siguientes se citaron en diversos mercados de la región y en menos de mes y medio, Rufino, a instancias de su amante, abandonó el oficio de vendedor callejero. Riestra lo presentó ante sus hijos y su mujer como su nuevo ayudante y le acondicionó un espacio habitable en su bodega de Orizaba. Cuando permanecían en la ciudad, el contacto entre ellos se limitaba a asuntos del trabajo con la flotilla de camiones de transporte, y no había, por ello, motivo de sospecha para los familiares y amigos del empresario. Pero realizaban juntos los viajes de inspección y por las noches el patrón y su ayudante eran pareja. Rufino se encontró en una situación ideal: no deseaba más de lo que Riestra le daba, estaba enamoradísimo y comía y descansaba más de lo que lo había hecho nunca antes.

En una ocasión, en un tianguis de Cosamaloapan, el transportista notó que Rufino miraba con insistencia las prendas exhibidas en un puesto de ropa interior femenina, y se sorprendió.

—Qué clavado estabas viendo calzones. ¿A poco a ti te gustan las mujeres? —le preguntó en seco, horas más tarde, más con curiosidad que con reproche, en cuanto entraron a la habitación del hotel.

—No —respondió el joven con una sonrisa—. Me gusta su ropa.

Entonces, Riestra tuvo una inspiración fantasiosa:

—¿Y qué tal si un día te vistes de mujer?

—Si quieres —dijo el muchacho—.

—¿Lo has hecho alguna vez?

—Casi todas las noches, en mi cuarto —confesó Rufino.

Riestra no esperó al siguiente viaje. A la mañana siguiente, le dio a su amante dinero suficiente para que se comprara prendas femeninas.

—Yo me voy a hacer las inspecciones —le dijo—. Tú vas y te compras lo que quieras, te regresas aquí al hotel, te arreglas y me esperas.

Esa tarde, al encontrarse a Rufino maquillado, calzado con zapatos de medio tacón, y portando un vestido azul celeste, Riestra se fue de espaldas.

—Con razón me gustas tanto —dijo—, si eres una pinche mujer guapísima.




(Continuará)

14.4.10

El último suspiro
del Conquistador / XXXI


En la administración del mercado de La Lagunilla, el perito forense Sánchez Lora logró dar con un responsable de objetos perdidos, y después de algunos cuartos de hora de tanteos y ofrecimientos discretos, logró que le enseñara los correspondientes a una fecha determinada. Era increíble la cantidad de credenciales de elector (12 en aquel día) que la gente tiraba inadvertidamente o que dejaba olvidadas en los puestos del mercado. Había también algunos documentos del Seguro Social, sobres de papel manila con expedientes humildes, tres pasaportes (“¿para qué vienen con pasaporte a La Lagunilla?”, se preguntó) y hasta una identificación oficial de un coronel del Ejército. Entre todos esos papeles, destacaba una credencial metida en un pequeño estuche de acrílico transparente, en colores blanco, verde e índigo, y repleta de logotipos que le eran desconocidos. “Nagovi”, leyó, y se corrigió de inmediato: “No, Navigo”. La observó por el otro lado y vio la foto de una mujer muy guapa, y abajo, un nombre escrito a mano en un pequeño recuadro: “Jacinta DIONEZ”. Era el único documento que correspondía a una joven y de inmediato llamó su atención.

—Me quiero llevar ésta —dijo, agitando el carnet ante los ojos del empleado—. ¿Sabe dónde la hallaron?

—Creo que olvidada en un teléfono público —dijo el aludido—. Pero me tiene que acreditar la propiedad.

Maldiciéndose a sí mismo, Sánchez Lora echó mano de la cartera, tomó de ella un billete de doscientos pesos y lo mostró.

—Mire —le dijo, comparando la foto de la muchacha del documento con el retrato de Sor Juana impreso en el papel moneda—: son la misma.

—No se parecen mucho que digamos, ¿eh? —replicó el empleado, con sorna.
Sánchez Lora suspiró, volvió a acudir a su billetera y remplazó a la monja por un héroe patrio nacido en la Texas mexicana.

—Está bien —resopló—. Aquí tiene.

El pequeño burócrata vio al general Ignacio Zaragoza, luego al solicitante, y dijo:

—Ah, no, éste sí es usted. Si un documento se pierde una vez, qué más da que se pierda dos veces, ¿verdad?

Sintiéndose enfermo, Sánchez Lora musitó un “hasta luego”, se guardó la credencial que acababa de comprar y se dirigió de vuelta al lugar del crimen.



* * *

Juan Riestra se quitó la chamarra, se sentó en uno de los sillones de la habitación y contempló con desparpajo el cuerpo de Rufino, quien soportaba de pie y con estoicismo aquella mezcla de aventura y humillación. Al cabo de unos momentos, el hombre le dijo:

—Acércate. Siéntate en mis piernas.

Rufino obedeció con rigidez. Las manos del empresario se posaron en sus muslos y empezaron a recorrer sus nalgas. Pero Riestra se detuvo, y dijo, más para sí mismo que para el joven:

—Qué chistoso que seas hombre, pero me prendes igual. Lo que no sé es si darte un beso o no.
Rufino nunca había besado a nadie ni tenía la menor experiencia carnal. Hasta ese momento sólo sabía era que los hombres le atraían y que eran los protagonistas de sus fantasías. Le quedaba claro que aquel señor pretendía utilizarlo. De súbito decidió echar su cuarto de espadas y, sin esperar más, buscó con sus labios los de Riestra y se enchufó a él con un beso asfixiante y brusco. Juan retrocedió un poco, desconcertado y divertido por la tosquedad del chavo.

—Ah, carajo, serás muy femenino pero besas como macho.

El joven dejó que el comentario le resbalara. El contacto bucal le había causado una excitación mayor que cualquier práctica solitaria de travestismo y sintió urgencia de descubrir más. Buscó con una mano el miembro del hombre mientras, con la otra, recorría el suyo propio, más duro y largo que nunca. Dejándose hacer, Riestra se solazó unos momentos con esa doble masturbación, pero pronto quiso pasar a lo siguiente. Apartó a Rufino de sí, lo hizo darse vuelta, le bajó el pantalón, volvió a jalarlo hacia sí y lo penetró tan en seco como un frenazo chirriante con balatas oxidadas. El muchacho emitió un gemido sordo, brincó fuera de su alcance y se le quedó viendo, aterrado y adolorido.

—Perdón —dijo Riestra—. Creo que tú y yo tenemos cosas que aprender.

Y eso hicieron el resto de esa tarde, y durante la noche, y los meses siguientes.

* * *

“No sé quién eres, pero gracias por ayudarme —tecleaba Jacinta en respuesta al desconocido que la había puesto sobre la pista del cromatógrafo de gases y del espectrómetro—. ¿Podrías decirme dónde puedo tener acceso a esos aparatos? Te quedaría eternamente agrade...” En esas, sonó su celular.

—¿Jacinta? Perdóname por no haber confiado en tus intuiciones.

Ella se quedó sin habla al escuchar la voz de Andrés. El rencor del abandono, que hasta entonces la impregnaba, se disolvió como un granizo insignificante.

—¡Andrés! ¿Estás en París? —musitó al fin, y a sabiendas de la respuesta.

—Sí. Tal vez sea demasiado tarde, pero tengo una idea. Puede que tu historia del frasco tenga sentido. Tenemos que conseguir otro de esos para hacerlo analizar.

—¿Otro? —preguntó Jacinta con cautela, y entonces cayó en la cuenta de que Andrés no estaba al tanto de que ella había recuperado el recipiente en el local del difunto Don Rufina. Sintió como si hubieran pasado muchos años desde entonces, y estuvo a punto de enterar a Andrés, pero se contuvo y fingió frialdad:

—¿Para qué quieres otro frasco?

—Porque ya se me ocurrió... bueno, ya me dijeron qué pruebas de laboratorio hay que realizar para saber qué contienen. Y...

—¿Y qué más? —preguntó ella, ya recuperada de la sorpresa y sintiéndose, de nuevo, dueña de la situación.

—...que quiero verte —se rindió Andrés—. Que no he dejado de pensar en ti.

—Ajá. ¿Y qué propones?

—Que compres o te robes un frasco como el que perdiste y que te vengas para acá con él. No sé, podemos llevarlo a un laboratorio de la universidad, yo haría todo lo que fuera para conseguirlo, y...

—Ay, muchacho —dijo ella, fingiendo desinterés y dispuesta a devolver adrenalina al diálogo. ¿Tú dices usar un cromatógrafo y un espectrómetro? Eso ya lo sé.

Andrés se sintió devastado al ver cómo aquellas armas recién obtenidas eran neutralizadas con rapidez.

—¡Pues vente de todos modos! —exclamó, ya en abierto tono de súplica—. ¿Por qué no retomamos nuestras vidas en el momento en que estaban cuando nos fuimos a México? Con o sin frasco, con o sin el alma de Cortés, Jacinta...

Ella vaciló al escuchar el ruego y estuvo a punto de ceder, pero decidió dar un estirón más a la cuerda:

—Es que mi vida ha cambiado, Andrés —dijo, con acento terminante— y estoy contenta con el rumbo que ha tomado. Pero te agradezco, de todos modos.

Presa de un impulso súbito, Jacinta apagó el aparato y, acto seguido, se echó a llorar ruidosamente.

—¡Qué pendeja soy! —gritó, entre sollozos—. Ahora ya no va a buscarme nunca.

Y a miles de kilómetros de distancia, en su hediondo departamento de París, Evaristo Terré se resignó a recoger los pedazos espirituales de su amigo mexicano.

(Continuará)

13.4.10

Medea en Huixquilucan

Esto no trata de hechos sino de símbolos, porque lo ocurrido a la niña Paulette Gebara Farah sigue sin saberse y tal vez no se sepa nunca: en cosa de tres semanas, la procuraduría mexiquense logró, por corrupción, por maldad, por estupidez o por las tres cosas juntas, que la verdad a secas se descompusiera junto con el cuerpo de la muertita. La versión mayoritaria —en ella coinciden señalamientos extraoficiales y jirones de sociedad indignada— dice que fue asesinada por su madre, Lisette Farah, sabrá Dios por qué motivos. Cierta o no, el imaginario social tiene ya a una Medea burguesa de Interlomas como depositaria del odio nacional. Qué fácil: un país agraviado por las raterías inconmensurables de la camarilla que detenta los poderes públicos, por la torpeza infinita para gobernar, por la frivolidad insultante de funcionarios, magistrados y legisladores, y por los saldos de una violencia descontrolada que son responsabilidad directa de Felipe Calderón y de sus colaboradores, halló en esa señora el objeto perfecto de la abominación. O, más bien, encontró en la niña Paulette su metáfora precisa.

Es repulsivo y vergonzoso, dicen muchos, que tanta gente se haya clavado en el novelón fabricado por los medios en torno a la muertita de Interlomas, cuando en el país miles de niños y de mujeres y hombres de todas las edades mueren en la confusa guerra que libran grupos delictivos emparentados entre sí: los que violan las leyes desde las instituciones y los que lo hacen desde afuera de ellas. Resulta exasperante, insisten, la cantidad de días de tele y radio y los metros cuadrados de papel periódico que han sido dedicados a los pormenores del caso de Paulette (o, antes, del de Salvador Cabañas) cuando el 99 por ciento de los asesinados por gatilleros, o por policías, o por soldados, no alcanzan (ni ellos ni sus victimarios, a decir verdad) ni una mención con nombre; sesenta y tantos bebés mueren quemados en un moridero de alta rentabilidad y propietarios picudos, y los gobiernos (el de Hermosillo, el de Sonora, el de México) sigue sin percibir el olor a quemado, de la misma forma que policías y perros amaestrados pueden convivir, sin enterarse, con un cadáver en plena putrefacción. Centenares de infantes y de mujeres jóvenes de clase baja son tragados por el hoyo negro de la explotación sexual, no vuelven a aparecer, nadie se digna a poner un anuncio espectacular y mucho menos ocurre que un señor procurador visite su domicilio y se ponga a las órdenes de la familia, como hizo Alberto Bazbaz con los Gevara y con los Farah.

Claro. Pero puede ser que el alboroto por Paulette no sea contradictorio con esas realidades, sino que las complemente por el camino de los símbolos: tal vez la conmoción venga de vernos representados en una niña indefensa, asesinada (eso dice el veredicto popular, injusto, porque nadie es culpable en tanto no se le demuestre, suponiendo que exista todavía una autoridad capaz de hacerlo), por la que tendría que haberla cuidado con más dedicación: su propia madre.

El hecho es que, en un entorno sobrado de recursos, con nanas uniformadas, cámaras de vigilancia y procuración de justicia a domicilio, una niña de cuatro años desapareció, murió sin que se sepa cómo, y apareció, muerta, en su propia habitación, mientras pululaban en ella ministerios públicos, peritos, procuradores y demás farsantes. Así le pasa al país: las autoridades tienen la obligación suprema de velar por la vida de los habitantes, pero son tan despistadas que casi nunca lo consiguen, o tan desalmadas que ellas mismas los matan, y luego no hay quien informe a los deudos de lo que pasó, por qué, o cómo. Acuérdense de los dos estudiantes del Tec, o de los seis comuneros de Culiacán, o de los 12 jóvenes de Ciudad Juárez, o de... Como ocurría con los padres de Paulette (según las filtraciones oficiales, pero también según el reality montado por los propios protagonistas), los estamentos del poder están demasiado ocupados en tirarse los platos a la cabeza, en público, o en ayuntarse, en lo oscurito, o en serse infieles con el partido de al lado, o en cualquier otra cosa frívola, como para procurarnos un entorno seguro y pacífico.

Los carteles con la foto de Paulette, desplegados a diestra y siniestra en los primeros días de su desaparición, evocan, de manera inevitable, los mensajes en los que Calderón dice que trabaja para nuestra seguridad, y el ejército ametralla un vehículo particular con niños a bordo.

Y así sigue. Hemos fabricado (como sociedad o simplemente, como chismosos) a una Medea de Huixquilucan para canalizar hacia ella nuestro resentimiento y nuestra abominación. Pero, más importante, hemos hallado, en el cuerpo y en la memoria de la muertita, un espejo perfecto.

6.4.10

“Chismorreos”


Reconforta saber que todos esos miles de personas violadas por curas no son más que chismorreos, como los definió este domingo de Pascua Angelo Sodano, actual decano del Colegio Cardenalicio, amigo entrañable de Pinochet, secretario de Estado del Vaticano y siempre protector amantísimo del Opus Dei y de los Legionarios de Cristo.

Chismorreos: a eso se reducen las denuncias por agresiones sexuales procedentes de Estados Unidos, México, Argentina, Brasil, Irlanda, Polonia, Alemania... Eso son las acusaciones contra Joseph Murphy por haber violado a unos 200 niños discapacitados, conocidas en su momento, y silenciadas, por este atribulado Benedicto XVI que hoy sufre la embestida de “campañas de propaganda vulgar” y que prefiere concentrarse en hablar del narcotráfico y de los terremoteados Haití y Chile.

Chismorreos han de ser las andanzas de Marcial Maciel, de Peter Hullermann, de Nicolás Aguilar, por cuya culpa Monseñor Rivera ya andaba yéndose al bote en Gringolandia; habladurías, el informe presentado en 1998 por María O’Donohue y Maura McDonald —con firma de recibido de Joseph Ratzinger— acerca de las agresiones sexuales cometidas por curas, obispos y arzobispos contra centenares de monjas en 23 países; invento, la condición de esclavitud sexual a que fue sometida una monja por el nuncio Girolamo Prigione en la misma residencia de la Ciudad de México en la que se hospedaba, en el curso de sus viajes pastorales, el ínclito Karol Wojtyla.

Será un mero infundio, por supuesto, la epístola secreta De delictis gravioribus, redactada en 2001 por Ratzinger y su compinche Tarcisio Bertone, en la que se desalentaba la denuncia ante autoridades seculares de delitos sexuales cometidos por integrantes del clero. Mentira, entonces, lo que enunció públicamente el propio Bertone: “No tiene fundamento que un obispo, por ejemplo, sea obligado a ir a la magistratura civil para denunciar al sacerdote”.

Qué bien. Reconforta saber que éstos y muchísimos otros episodios de pesadilla son meras maquinaciones de los enemigos de Cristo y de la Iglesia; no descarten que también lo sean las atrocidades perpetradas antaño por el Santo Oficio, la colaboración pasiva de Pío XII en los genocidios hitlerianos, la vinculación del Vaticano con las mafias y el narcotráfico en las postrimerías del papado de Paulo VI.

O sea que la Iglesia y su máximo dirigente están limpios de culpa. Lo dicho por Sodano es una noticia edificante, muy apropiada para un domingo de Pascua, porque eso significa que el mal no está tan extendido en el mundo como habría podido pensarse. No existen los niños, las niñas, las mujeres víctimas de abuso sexual por religiosos católicos. No hay obispos ni cardenales encubridores de pederastas. Las cerca de mil 700 investigaciones judiciales que se realizan en Brasil —sólo en Brasil— contra curas pedófilos serán sobreseídas. Todo eso es falso y el Papa es bueno. Albricias. Aleluya.

2.4.10

Para un viernes


Entre Su Padre y Él hubo un acuerdo tácito:
“Tú subes a la cruz y Yo te resucito”;
muere uno con confianza teniendo ese papá.

Georges Brassens

1.4.10

El último suspiro
del Conquistador / XXX


Los policías interrogaron a una puestera del mercado de La Lagunilla y por ella supieron que dos personas —primero un hombre, después una mujer joven— habían estado en el local de Rufino Vázquez más o menos a las mismas horas en que éste fue asesinado.

—¿Qué te dijo la señora? —interrogó el comandante a uno de sus subordinados.

—Uyyy, comandante... me contó toda la historia... Que el homicida se llama Iván, que al difunto le decían Don Rufina, que era travesti, que tenía una relación con el que lo mató...

—¿Pleito entre maricones? —inquirió el comandante.

—Pus que el homicida ni maricón era, que nomás andaba con la víctima por la lana. Que le sacaba todo el billete que podía para pagarse mujeres y droga.

—¿Y por eso infiere la señora que es el asesino?

—No, qué va: dice que escuchó gritos y golpes, que vio salir a ese Iván con manchas de sangre, y que unas horas después llegó una chava que andaba preguntando por el local de don Rufina, y que se metió y salió luego luego, llevándose un frasco.

—Encuéntrale o siémbrale fayuca a la señora esa —instruyó el comandante—. Vamos a presentarla en calidad de testigo, pero tú dile que de indiciada, y que se cague de susto. Y consíganme más datos de la chava.

Sánchez Lora se deprimió al escuchar aquel diálogo. Volvió al sitio donde otros detectives revolvían los papeles del difunto y se fijó en el único libro que había entre ellos: un pequeño tomo cuya portada ostentaba el dibujo rústico de una calavera y una vela encendida, y que llevaba por título Devolver el alma al cuerpo.

—¿Tú crees que eso sea importante para la investigación? —preguntó, señalando el librito, a uno de los agentes.

—Todo es importante, mi buen —respondió el aludido, tomó el libro y se lo entregó a Sánchez Lora—. Lo devuelve si lo necesitamos, ¿eh?

—Gracias —musitó el forense, sin poder evitar una sonrisa triste ante una falta de rigor policial que tendría que ser escandalosa, pero que, en su país y en su momento, era más bien rutinaria.
Sánchez Lora abandonó el local llevándose consigo tres hallazgos: la identidad del aplastado que había recogido días antes, un libro perteneciente a la víctima y el dato de que una mujer desconocida había estado en el puesto de Rufino Vázquez Morgado después de su asesinato, y que había sustraído un frasco. Acto seguido, se dirigió a la administración del mercado, para ver si conseguía otro cabo suelto.

* * *

Andrés se sintió culpable, además de muy tonto, por no haber explorado la vía que Evaristo Terré abría ante sus ojos. Se había dejado arrastrar por la energía atolondrada de Jacinta; había hecho, en compañía de ella, un viaje inútil y estúpido a México, sin ni siquiera plantearse el asunto que ella traía entre manos en términos científicos: tú dices que en ese frasco puede haber un alma humana; pues empecemos por averiguar su contenido. Así habría debido discurrir, pero no lo hizo, y en cambio anduvo acompañando a la muchacha en pleitos y aventuras disparatadas y sin dirección, hasta que se hartó de tanto vértigo y volvió a París, sin terminar en forma clara la relación con Jacinta pero sin dejarle margen, sólo para encontrarse con que había hecho un enorme boquete en su propia existencia: ahora no tenía casa, estaba obligado a inventar algún pretexto creíble para volver a su carrera académica, la cual, de todas maneras, había sufrido un retraso de varios meses.

Terré se había levantado y deambulaba en la cocineta, preparando una nueva ronda de café. Andrés, sentado en la pocilga que fungía como sala del departamento, se sentía naufragar. No solía usar palabrotas, pero esa vez le salieron del alma:

—¡Chingada madre! ¡Pinche Cortés y su puta alma de mierda!

—Ave María —respondió burlonamente Evaristo, sin descuidar lo que estaba haciendo—. Con insultos y todo, pero ya está hablando del alma.

—Evaristo —dijo de súbito Andrés, levantándose y caminando hacia su anfitrión—. Préstame tu teléfono. Tengo que hacer una llamada a México.

* * *

El almero Tomás sintió que se desmayaba cuando vio salir, de la tumba recién abierta, a una mujer joven y menuda, de raza caribe. Con una sonrisa, El Negre la ayudó a emerger del sepulcro, y ella, con una agilidad insospechada para una difunta, trepó hasta la superficie.

—Canaí nihúa ebenebui —le dijo el brujo africano, correspondiendo a su sonrisa, y luego, dirigiéndose a Tomás:

—Necesitan siete más esclavos liberar.

El maya no entendió. De manera instintiva, retrocedió ante la presencia de la resucitada, la cual no acusaba las trazas de su reciente defunción. Sonreía, movía el cuello mirando hacia todas partes y parecía plácida. Él dio por cierto que se encontraba en el sitio en el que la vida transita hacia la muerte, que es la puerta de Xibalbá, y no había sabido nunca que alguien pudiera cruzarla en sentido inverso, de la muerte hacia la vida.

Tomás había sido cercano a los ah kin, los sacerdotes de su pueblo, y estaba convencido de que sus conocimientos permitían a sus clientes una suerte de vida eterna, pero siempre, pensaba, en los confines de una vasija o, en todo caso, en uno de los frascos de vidrio que vio por primera vez cuando un puñado de conquistadores españoles se apersonó en su aldea a orillas del Usumacinta. La trascendencia final era algo que escapaba a su entendimiento, a lo que podía aludir mediante frases sagradas (“el yo encarnado” que debía aparecer en “el nudo del baktún más tres katunes”, que era el término de 463 años), pero no se lo había imaginado como una resurrección literal. Y allí, frente a sus ojos, una muerta recuperaba la vida, mientras El Negre, con toda la naturalidad del mundo, lo alborotaba: “¡Siete más esclavos liberar!”

Con la temblorina aún en el cuerpo, Tomás no tuvo más remedio que obedecer las confusas consignas del africano, aunque cuidándose de que la muerta, o la viva, o lo que fuera, no se le acercara demasiado. Ésta, por su parte, no parecía mostrar interés en él; merodeaba por el cementerio mientras olía las flores, tocaba las cortezas de los árboles y miraba hacia todas partes con una sonrisa y aire de satisfacción. El maya siguió a su anfitrión hasta otra tumba, en la cual El Negre repitió los pasos: localizó una cuerda en los bordes del túmulo de tierra, tiró de ella, le pasó un cabo a Tomás para unir las fuerzas de ambos, se levantó una tapa de madera y del sepulcro emergió un negro joven que no requirió siquiera de ayuda para salir. Cuando terminaron esa tarea, el hechicero africano se dirigió a los resucitados en tono imperioso:

—¡Seis más esclavos liberar!

Los dos recién exhumados se le unieron en la tarea, y al cabo de un rato sumaban ocho que paseaban por el cementerio, evitando en su deambular otras tantas fosas abiertas y vacías. Eran una mujer y dos hombres caribes, tres negros, todos varones, una pareja de moros, hombre y mujer, y uno que no podía ser sino español. Oteaban hacia todas partes, sonreían, olfateaban, se palpaban y tocaban todos los objetos a su alcance. De pronto, de unos matorrales que marcaban la frontera del camposanto, emergió, sonriente y como si nada, el sobrino de El Negre, el mozo de cocheras que un día antes había llevado a Tomás en una carreta hasta la Ermita de San Antón. El muchacho llevaba en bandolera un tambor ashiko casi más grande que él. Se sentó en un tronco caído, se colocó el instrumento entre las piernas y se puso a tocarlo. De inmediato, los resucitados detuvieron en seco sus extraños paseos, contemplaron al recién llegado con una mirada dulce y
se pusieron a bailar a la luz de la luna.




(Continuará)