14.4.10

El último suspiro
del Conquistador / XXXI


En la administración del mercado de La Lagunilla, el perito forense Sánchez Lora logró dar con un responsable de objetos perdidos, y después de algunos cuartos de hora de tanteos y ofrecimientos discretos, logró que le enseñara los correspondientes a una fecha determinada. Era increíble la cantidad de credenciales de elector (12 en aquel día) que la gente tiraba inadvertidamente o que dejaba olvidadas en los puestos del mercado. Había también algunos documentos del Seguro Social, sobres de papel manila con expedientes humildes, tres pasaportes (“¿para qué vienen con pasaporte a La Lagunilla?”, se preguntó) y hasta una identificación oficial de un coronel del Ejército. Entre todos esos papeles, destacaba una credencial metida en un pequeño estuche de acrílico transparente, en colores blanco, verde e índigo, y repleta de logotipos que le eran desconocidos. “Nagovi”, leyó, y se corrigió de inmediato: “No, Navigo”. La observó por el otro lado y vio la foto de una mujer muy guapa, y abajo, un nombre escrito a mano en un pequeño recuadro: “Jacinta DIONEZ”. Era el único documento que correspondía a una joven y de inmediato llamó su atención.

—Me quiero llevar ésta —dijo, agitando el carnet ante los ojos del empleado—. ¿Sabe dónde la hallaron?

—Creo que olvidada en un teléfono público —dijo el aludido—. Pero me tiene que acreditar la propiedad.

Maldiciéndose a sí mismo, Sánchez Lora echó mano de la cartera, tomó de ella un billete de doscientos pesos y lo mostró.

—Mire —le dijo, comparando la foto de la muchacha del documento con el retrato de Sor Juana impreso en el papel moneda—: son la misma.

—No se parecen mucho que digamos, ¿eh? —replicó el empleado, con sorna.
Sánchez Lora suspiró, volvió a acudir a su billetera y remplazó a la monja por un héroe patrio nacido en la Texas mexicana.

—Está bien —resopló—. Aquí tiene.

El pequeño burócrata vio al general Ignacio Zaragoza, luego al solicitante, y dijo:

—Ah, no, éste sí es usted. Si un documento se pierde una vez, qué más da que se pierda dos veces, ¿verdad?

Sintiéndose enfermo, Sánchez Lora musitó un “hasta luego”, se guardó la credencial que acababa de comprar y se dirigió de vuelta al lugar del crimen.



* * *

Juan Riestra se quitó la chamarra, se sentó en uno de los sillones de la habitación y contempló con desparpajo el cuerpo de Rufino, quien soportaba de pie y con estoicismo aquella mezcla de aventura y humillación. Al cabo de unos momentos, el hombre le dijo:

—Acércate. Siéntate en mis piernas.

Rufino obedeció con rigidez. Las manos del empresario se posaron en sus muslos y empezaron a recorrer sus nalgas. Pero Riestra se detuvo, y dijo, más para sí mismo que para el joven:

—Qué chistoso que seas hombre, pero me prendes igual. Lo que no sé es si darte un beso o no.
Rufino nunca había besado a nadie ni tenía la menor experiencia carnal. Hasta ese momento sólo sabía era que los hombres le atraían y que eran los protagonistas de sus fantasías. Le quedaba claro que aquel señor pretendía utilizarlo. De súbito decidió echar su cuarto de espadas y, sin esperar más, buscó con sus labios los de Riestra y se enchufó a él con un beso asfixiante y brusco. Juan retrocedió un poco, desconcertado y divertido por la tosquedad del chavo.

—Ah, carajo, serás muy femenino pero besas como macho.

El joven dejó que el comentario le resbalara. El contacto bucal le había causado una excitación mayor que cualquier práctica solitaria de travestismo y sintió urgencia de descubrir más. Buscó con una mano el miembro del hombre mientras, con la otra, recorría el suyo propio, más duro y largo que nunca. Dejándose hacer, Riestra se solazó unos momentos con esa doble masturbación, pero pronto quiso pasar a lo siguiente. Apartó a Rufino de sí, lo hizo darse vuelta, le bajó el pantalón, volvió a jalarlo hacia sí y lo penetró tan en seco como un frenazo chirriante con balatas oxidadas. El muchacho emitió un gemido sordo, brincó fuera de su alcance y se le quedó viendo, aterrado y adolorido.

—Perdón —dijo Riestra—. Creo que tú y yo tenemos cosas que aprender.

Y eso hicieron el resto de esa tarde, y durante la noche, y los meses siguientes.

* * *

“No sé quién eres, pero gracias por ayudarme —tecleaba Jacinta en respuesta al desconocido que la había puesto sobre la pista del cromatógrafo de gases y del espectrómetro—. ¿Podrías decirme dónde puedo tener acceso a esos aparatos? Te quedaría eternamente agrade...” En esas, sonó su celular.

—¿Jacinta? Perdóname por no haber confiado en tus intuiciones.

Ella se quedó sin habla al escuchar la voz de Andrés. El rencor del abandono, que hasta entonces la impregnaba, se disolvió como un granizo insignificante.

—¡Andrés! ¿Estás en París? —musitó al fin, y a sabiendas de la respuesta.

—Sí. Tal vez sea demasiado tarde, pero tengo una idea. Puede que tu historia del frasco tenga sentido. Tenemos que conseguir otro de esos para hacerlo analizar.

—¿Otro? —preguntó Jacinta con cautela, y entonces cayó en la cuenta de que Andrés no estaba al tanto de que ella había recuperado el recipiente en el local del difunto Don Rufina. Sintió como si hubieran pasado muchos años desde entonces, y estuvo a punto de enterar a Andrés, pero se contuvo y fingió frialdad:

—¿Para qué quieres otro frasco?

—Porque ya se me ocurrió... bueno, ya me dijeron qué pruebas de laboratorio hay que realizar para saber qué contienen. Y...

—¿Y qué más? —preguntó ella, ya recuperada de la sorpresa y sintiéndose, de nuevo, dueña de la situación.

—...que quiero verte —se rindió Andrés—. Que no he dejado de pensar en ti.

—Ajá. ¿Y qué propones?

—Que compres o te robes un frasco como el que perdiste y que te vengas para acá con él. No sé, podemos llevarlo a un laboratorio de la universidad, yo haría todo lo que fuera para conseguirlo, y...

—Ay, muchacho —dijo ella, fingiendo desinterés y dispuesta a devolver adrenalina al diálogo. ¿Tú dices usar un cromatógrafo y un espectrómetro? Eso ya lo sé.

Andrés se sintió devastado al ver cómo aquellas armas recién obtenidas eran neutralizadas con rapidez.

—¡Pues vente de todos modos! —exclamó, ya en abierto tono de súplica—. ¿Por qué no retomamos nuestras vidas en el momento en que estaban cuando nos fuimos a México? Con o sin frasco, con o sin el alma de Cortés, Jacinta...

Ella vaciló al escuchar el ruego y estuvo a punto de ceder, pero decidió dar un estirón más a la cuerda:

—Es que mi vida ha cambiado, Andrés —dijo, con acento terminante— y estoy contenta con el rumbo que ha tomado. Pero te agradezco, de todos modos.

Presa de un impulso súbito, Jacinta apagó el aparato y, acto seguido, se echó a llorar ruidosamente.

—¡Qué pendeja soy! —gritó, entre sollozos—. Ahora ya no va a buscarme nunca.

Y a miles de kilómetros de distancia, en su hediondo departamento de París, Evaristo Terré se resignó a recoger los pedazos espirituales de su amigo mexicano.

(Continuará)

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