Una noche de enero de 1548, en un pequeño cementerio en la isla de Santo Domingo, ocho sepultados salieron de sus tumbas, caminaron, rieron y bailaron a la luz de la luna y al ritmo de un tambor ashiko, ante la mirada estupefacta de Tomás, el almero maya, huésped involuntario del brujo africano que operó las resurrecciones. Tomás los observó uno por uno y, aparte de cierto olor a humedad y de un carácter sumiso, no les notó diferencia con respecto a las personas normales, y Tomás se preguntó qué pasaría si intentaba insuflar un alma en uno de esos individuos que, a decir de El Negre, habían dejado la suya en el interior de la tumba.
Cuando el Sol, el noveno yacente, pugnaba por salir de la tumba nocturna, los nueve individuos, más el joven que había aporreado el tambor durante horas, detuvieron sus movimientos, se quedaron estáticos y vibrantes y, a una señal de El Negre, abandonaron el cementerio. Tomás los siguió sin decir palabra. Tomaron un estrecho sendero, tan estrecho, que la mayor parte del recorrido hubieron de hacerlo en fila india. El maya notó, con sorpresa, que conforme caminaba, su cansancio desaparecía. El brujo africano presidía la marcha, pero en algún momento se detuvo, dejó que los resurrectos pasaran por delante y se colocó al final de la columna, donde iba el maya. Le dijo, en su enrevesado castellano, que aquel camino no habría de añadirle fatigas adicionales.
—Hablaron El Negre y camino. Camino, amigo.
Aquello significaba, dedujo Tomás, que el sendero había sido objeto de algún encantamiento. Y así como el trayecto le restituía energías conforme lo andaba, el idioma dislocado de su anfitrión, en el que las palabras se unían como parches sobre una tela desgarrada, le fue comunicando un sentido preciso, a pesar de la construcción disparatada de las frases. En el camino, El Negre le narró la lucha de los taínos originarios y de los negros cimarrones contra sus amos españoles y cómo los africanos habían heredado de los indios la amistad con esa y muchas otras veredas para atacar al enemigo común. Aquellas gestas habían comenzado con el alzamiento de un natural de nombre Enriquillo, quien se sublevó contra sus amos encomenderos por los malos tratos que recibía de éstos y porque un español de apellido Valenzuela había intentado violar a su esposa. Con un grupo de los suyos, Enriquillo se hizo fuerte en la Sierra de Bahoruco y derrotó a las sucesivas expediciones españolas que trataron de aplastar la rebelión. Las autoridades coloniales acabaron firmando un acuerdo de paz con los sublevados, a quienes se permitió vivir en libertad en sus propios poblados.
Hasta uno de los caseríos de taínos libres llegó, años más tarde, una docena de esclavos africanos fugados de una encomienda. El grupo estaba dirigido por Sebastián Lemba, de quien El Negre se expresaba con admiración y respeto, y quien, después de la muerte de Enriquillo, combatió a los españoles. La pequeña guerrilla operaba desde las montañas y ocasionalmente caía sobre las tierras conquistadas, liberaba a otros cautivos, y así llegó a tener tantos hombres como días tiene el año. Los alzados pudieron persistir mientras los nuevos amos de la isla fueron incapaces de localizar sus guaridas, pero éstas crecieron en población, los españoles se hicieron de informantes entre la diezmada y declinante población taína y un mal día cayeron sobre el principal poblado cimarrón.
—Españoles hablaron en San Juan de la Maguana con bocas de fuego. Señor Sebastián Lemba capturaron. Lo mueren en Santo Domingo, hace cuatro meses —concluyó su relato El Negre, justo cuando se divisaba ya su choza, enclavada en una axila de los cerros.
Cuando llegaron a la precaria vivienda, ya en pleno día, el brujo africano repartió cuencos de agua y raciones de yuca entre los resurrectos, quienes, tras terminar sus raciones, se tumbaron en el suelo y se durmieron.
—No entiendo, dijo al fin Tomás a su anfitrión—. Combatiste el cautiverio, y ahora haces esclavas a estas gentes.
—Esclavos distintos, sin grilletes, sin cadena —reviró el africano—. Esclavos obedecen todo. No habrá nueva derrota.
Tomás se quedó en silencio, tratando de masticar el sentido de aquellas palabras enigmáticas. Pero El Negre interrumpió sus pensamientos:
—Será uno acompañante. Señala esclavo tuyo, esclavo te acompaña cuando te irte.
Tomás captó de inmediato el sentido de aquella frase. Su benefactor le ofrecía nada menos que a uno de aquellos resucitados, con el cual podría experimentar la transmutación de las almas que tenía guardadas. No había dormido en toda la noche ni había logrado digerir las experiencias de las últimas jornadas y la decisión le pareció ardua. Examinó a los durmientes: una mujer y dos hombres caribes, tres varones negros, una mujer y un hombre de ascendencia mora,y uno más, de tez blanca y pelo castaño. Guiado por una inspiración súbita, dejó de lado sus escrúpulos sobre la esclavitud y señaló al europeo.
* * *
Construir y destruir. Construir y destruir destinos, hombres, mujeres, imperios, su propia vida. Esa era la noción que le quedaba en lo que parecía ser la muerte. Destruir lo ya destruido.Ignorar el ruego de Cuauhtemotzin para que le diera muerte y le evitara más humillaciones. Construir y destruir ciudades, amistades, amores. ¿Cuál podía ser el fin de todo eso?
* * *
Pese a los accidentes de la inexperiencia, tanto Rufino como Juan Riestra se sintieron deslumbrados por la vivencia sexual compartida. En las semanas siguientes se citaron en diversos mercados de la región y en menos de mes y medio, Rufino, a instancias de su amante, abandonó el oficio de vendedor callejero. Riestra lo presentó ante sus hijos y su mujer como su nuevo ayudante y le acondicionó un espacio habitable en su bodega de Orizaba. Cuando permanecían en la ciudad, el contacto entre ellos se limitaba a asuntos del trabajo con la flotilla de camiones de transporte, y no había, por ello, motivo de sospecha para los familiares y amigos del empresario. Pero realizaban juntos los viajes de inspección y por las noches el patrón y su ayudante eran pareja. Rufino se encontró en una situación ideal: no deseaba más de lo que Riestra le daba, estaba enamoradísimo y comía y descansaba más de lo que lo había hecho nunca antes.
En una ocasión, en un tianguis de Cosamaloapan, el transportista notó que Rufino miraba con insistencia las prendas exhibidas en un puesto de ropa interior femenina, y se sorprendió.
—Qué clavado estabas viendo calzones. ¿A poco a ti te gustan las mujeres? —le preguntó en seco, horas más tarde, más con curiosidad que con reproche, en cuanto entraron a la habitación del hotel.
—No —respondió el joven con una sonrisa—. Me gusta su ropa.
Entonces, Riestra tuvo una inspiración fantasiosa:
—¿Y qué tal si un día te vistes de mujer?
—Si quieres —dijo el muchacho—.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—Casi todas las noches, en mi cuarto —confesó Rufino.
Riestra no esperó al siguiente viaje. A la mañana siguiente, le dio a su amante dinero suficiente para que se comprara prendas femeninas.
—Yo me voy a hacer las inspecciones —le dijo—. Tú vas y te compras lo que quieras, te regresas aquí al hotel, te arreglas y me esperas.
Esa tarde, al encontrarse a Rufino maquillado, calzado con zapatos de medio tacón, y portando un vestido azul celeste, Riestra se fue de espaldas.
—Con razón me gustas tanto —dijo—, si eres una pinche mujer guapísima.
(Continuará)
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