13.4.10

Medea en Huixquilucan

Esto no trata de hechos sino de símbolos, porque lo ocurrido a la niña Paulette Gebara Farah sigue sin saberse y tal vez no se sepa nunca: en cosa de tres semanas, la procuraduría mexiquense logró, por corrupción, por maldad, por estupidez o por las tres cosas juntas, que la verdad a secas se descompusiera junto con el cuerpo de la muertita. La versión mayoritaria —en ella coinciden señalamientos extraoficiales y jirones de sociedad indignada— dice que fue asesinada por su madre, Lisette Farah, sabrá Dios por qué motivos. Cierta o no, el imaginario social tiene ya a una Medea burguesa de Interlomas como depositaria del odio nacional. Qué fácil: un país agraviado por las raterías inconmensurables de la camarilla que detenta los poderes públicos, por la torpeza infinita para gobernar, por la frivolidad insultante de funcionarios, magistrados y legisladores, y por los saldos de una violencia descontrolada que son responsabilidad directa de Felipe Calderón y de sus colaboradores, halló en esa señora el objeto perfecto de la abominación. O, más bien, encontró en la niña Paulette su metáfora precisa.

Es repulsivo y vergonzoso, dicen muchos, que tanta gente se haya clavado en el novelón fabricado por los medios en torno a la muertita de Interlomas, cuando en el país miles de niños y de mujeres y hombres de todas las edades mueren en la confusa guerra que libran grupos delictivos emparentados entre sí: los que violan las leyes desde las instituciones y los que lo hacen desde afuera de ellas. Resulta exasperante, insisten, la cantidad de días de tele y radio y los metros cuadrados de papel periódico que han sido dedicados a los pormenores del caso de Paulette (o, antes, del de Salvador Cabañas) cuando el 99 por ciento de los asesinados por gatilleros, o por policías, o por soldados, no alcanzan (ni ellos ni sus victimarios, a decir verdad) ni una mención con nombre; sesenta y tantos bebés mueren quemados en un moridero de alta rentabilidad y propietarios picudos, y los gobiernos (el de Hermosillo, el de Sonora, el de México) sigue sin percibir el olor a quemado, de la misma forma que policías y perros amaestrados pueden convivir, sin enterarse, con un cadáver en plena putrefacción. Centenares de infantes y de mujeres jóvenes de clase baja son tragados por el hoyo negro de la explotación sexual, no vuelven a aparecer, nadie se digna a poner un anuncio espectacular y mucho menos ocurre que un señor procurador visite su domicilio y se ponga a las órdenes de la familia, como hizo Alberto Bazbaz con los Gevara y con los Farah.

Claro. Pero puede ser que el alboroto por Paulette no sea contradictorio con esas realidades, sino que las complemente por el camino de los símbolos: tal vez la conmoción venga de vernos representados en una niña indefensa, asesinada (eso dice el veredicto popular, injusto, porque nadie es culpable en tanto no se le demuestre, suponiendo que exista todavía una autoridad capaz de hacerlo), por la que tendría que haberla cuidado con más dedicación: su propia madre.

El hecho es que, en un entorno sobrado de recursos, con nanas uniformadas, cámaras de vigilancia y procuración de justicia a domicilio, una niña de cuatro años desapareció, murió sin que se sepa cómo, y apareció, muerta, en su propia habitación, mientras pululaban en ella ministerios públicos, peritos, procuradores y demás farsantes. Así le pasa al país: las autoridades tienen la obligación suprema de velar por la vida de los habitantes, pero son tan despistadas que casi nunca lo consiguen, o tan desalmadas que ellas mismas los matan, y luego no hay quien informe a los deudos de lo que pasó, por qué, o cómo. Acuérdense de los dos estudiantes del Tec, o de los seis comuneros de Culiacán, o de los 12 jóvenes de Ciudad Juárez, o de... Como ocurría con los padres de Paulette (según las filtraciones oficiales, pero también según el reality montado por los propios protagonistas), los estamentos del poder están demasiado ocupados en tirarse los platos a la cabeza, en público, o en ayuntarse, en lo oscurito, o en serse infieles con el partido de al lado, o en cualquier otra cosa frívola, como para procurarnos un entorno seguro y pacífico.

Los carteles con la foto de Paulette, desplegados a diestra y siniestra en los primeros días de su desaparición, evocan, de manera inevitable, los mensajes en los que Calderón dice que trabaja para nuestra seguridad, y el ejército ametralla un vehículo particular con niños a bordo.

Y así sigue. Hemos fabricado (como sociedad o simplemente, como chismosos) a una Medea de Huixquilucan para canalizar hacia ella nuestro resentimiento y nuestra abominación. Pero, más importante, hemos hallado, en el cuerpo y en la memoria de la muertita, un espejo perfecto.

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