Tomás había vuelto a su lugar de origen, acompañado por el zombi Garcí. Muchas cosas habían ocurrido en la localidad desde que el almero se uniera a la expedición de Hernán Cortés. Ahora, su pueblo se llamaba indistintamente Taxahá, en maya, Teotilac, en náhuatl y Teutiercas, como había sido denominado por el Conquistador. Antes de intentar la transmutación del ánima de aquel destructor de hombres y de nombres, Tomás recordó el episodio en el que Cortés había perdido su caballo. El español adujo que había dejado la montura, que venía muy fatigada, al cuidado de los itzaes, quienes lo tomaron por una deidad y le daban de comer flores y plumas preciosas, por lo que el equino murió a los pocos días. Pero Tomás sabía otra verdad: los brujos de la localidad, enterados de que el Conquistador planeaba dar muerte al Señor Cuauhtemotzin, sustrajeron a Molinero, que así se llamaba el caballo, para intentar un sortilegio que impidiera el homicidio inminente del último Tlatoani. No es que los itzaes, sometidos por Tenochtitlan al odioso régimen de tributos, no abominaran a los mexicanos; presentían, sin embargo, que no debía permitirse el colapso definitivo de eso que se llamaba México desde antes de que existiera tal nombre, y que no era otra cosa que el poderío del Anáhuac, proyectado durante mil trescientos años desde el Altiplano hacia ambas costas, hacia las tierras chichimecas del norte y hasta los confines del istmo centroamericano, en el sureste. Si tal dominio se derrumbaba, el mundo conocido habría de desmoronarse como una figura de barro antes de ser cocida. Era imperativo, pues, impedir que el Huey Tlatonai fuera asesinado, y los sacerdotes iztaes, temerosos de las armas españolas que les impedían acercarse al jinete, volcaron todas sus artes en el caballo.
Molinero fue sacrificado en la ribera opuesta del río Acalán, hoy Candelaria, pero ello no produjo efectos perceptibles en el ánimo del conquistador ni impidió que Cuauhtémoc y su primo Tetlepanquetzal fuesen ahorcados del otro lado del río. Pese a lo infructuoso de la empresa, los ah kin que participaron en la ceremonia decidieron conservar el corazón del equino y preservar su cuerpo, a la espera de revelaciones que les permitieran usar aquellos despojos contra el poder y la barbarie nueva que irrumpían en su universo.
Conforme las poblaciones chontales y mayas iban cayendo en poder de los conquistadores, los sacerdotes locales buscaban preservar sus objetos de culto trasladándolos al oriente, hacia el corazón del Petén, a donde convergían, también, los empeños de los invasores. Cinco lustros después de los asesinatos de Taxahá, el propio Cortés estuvo, sin saberlo, muy cerca del cadáver de Molinero, cuando intentó infructuosamente tomar por asalto la ciudad de Tayasal. Pero durante 156 años esa urbe resistió las embestidas de los españoles. No fue sino hasta 1697 que Martín de Urzúa, al mando de una expedición combinada que partió de Tabasco y Yucatán, y que incluía barcos cañoneros, consiguió destruir la última ciudad mesoamericana que sobrevivía a la Conquista. Al igual que Tenochtitlan, Tayasal era un asentamiento insular en medio de un lago –Petenxil–, y corrió la misma suerte que la capital de los mexicanos: la destrucción hasta los cimientos y la erección, en el mismo sitio y con las mismas piedras dislocadas de las viejas construcciones, de iglesias católicas.
Cuando las autoridades coloniales tomaron posesión de la arrasada, se encontraron, en uno de los templos, el cadáver de Molinero, preservado con sal, con ojos de obsidiana instalados en las cuencas oculares y erguido por medio de cuñas de madera clavadas en el pecho y en las ancas y gruesas cinchas de cuero que mantenían en su lugar las articulaciones de las extremidades.
Siglo y medio más tarde, y ya en tiempos de la República, el pueblo maya habría de fundar, a muchas leguas al nororiente de Tayasal, y no lejos de las costas del Caribe, un nuevo centro de resistencia. Pero esa es otra historia.
El almero Tomás se preguntaba cómo habría de dar muerte a Garcí, en caso de que éste accediera a someterse a una acción tan extrema, a fin de preparar su cuerpo para que recibiera el ánima desterrada del Conquistador. En una ocasión llamó a su esclavo español y se lo preguntó en tono suave:
–¿Permitirías que te sacara el corazón?
–Su merced es dueño de hacer conmigo lo que le venga en gana –respondió el interpelado, con su sempiterna sonrisa dócil.
* * *
La rusa despertó a Andrés poniendo una mano enorme sobre su belfo y moviéndole la quijada de un lado a otro. Cuando el joven abrió los ojos, ella le soltó una retahíla de reclamos en un francés chirriante. Andrés se sentó sobre la cama guanga, se dio cuatro segundos para identificar el sitio y la compañía y a continuación, sin hacer caso del torrente verbal de la prostituta, ubicó sus prendas, se las puso y salió de la habitación. En la sala de espera, Evaristo Terré, despatarrado en un sillón, dormía la mona, pero se levantó de un salto con el ruido del portazo con el que la matrioshka monumental puso fin al trato. Bajaron ambos en silencio las escaleras del edificio y salieron a una madrugada parisina primaveral y fresca.
–¿Y entonces? – soltó Terré–. ¿Se siente mejor el mancebo, o qué?
La pregunta ahondó el desasosiego de Andrés, porque la respuesta era obvia: no había pasado nada que le permitiera mejorar el ánimo, y antes al contrario.
–Me cagué en mi existencia, Terré –repuso al cabo de unos momentos–. Destruí mi doctorado y luego destruí la relación que me había llevado a destruirlo.
–La vida es más que eso, hombre –replicó Terré, con una ligereza que molestó a su interlocutor.
Con el alma sembrada por cargas de profundidad, Andrés dio por sentado que tendrían que caminar de regreso hasta el apartamento de su amigo. Desembocaron por la Rue des Maronites al Boulevard Belleville y Terré, al ver ese nombre en una placa, se puso a cantar una vieja canción del siglo antepasado:
Papa c’était un lapin
Qui s’app’lait J.-B. Chopin
Et qu’avait son domicile
A Bell’ville...
Miró a su amigo para ver si tenía semblante de hacerle segunda, pero cerró el pico cuando vio el rostro de Andrés, perdido y átono. Siguieron en silencio el trayecto por el Boulevard de la Villette, rodearon la plaza Colonel Fabien, en donde Andrés observó la sede del Partido Comunista Francés y le pareció, con sus curvas modernistas y casi móviles, un edificio ebrio. Siguieron por la Rue Louis Blanc y al cruzar el puente que libra el canal Saint Martin, a unos metros de las Esclusas de los Muertos, Andrés, apesadumbrado, murmuró a su acompañante:
–Perdóname, Terré, y gracias por el apoyo, pero esto ya valió madre.
Acto seguido, tomó vuelo, saltó pesadamente hasta el pretil y se arrojó al agua.
(Continuará)
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