Juan Riestra tuvo que acceder a la exigencia del comandante policial: en lo sucesivo, habría de voltear hacia otro lado cuando hallase en sus camiones cajas de armas —y quién sabía qué más— y permitir que sus operarios transportaran lo que les diera la gana sin que él pudiera impedirlo ni participar en las utilidades.
—Usted gana —le dijo al comandante en tono seco—. ¿Ya nos podemos ir?
El jefe policial acusó recibo de la rendición y recobró de golpe la cordialidad:
—Mi señor, mire cómo se arreglan las cosas cuando uno se pone razonable. Tome sus documentos y regrésese a su hotel.
—¿Y el muchacho? —se alarmó Riestra— ¿Dónde lo tienen?
—Ah, ¿es su amigo? —preguntó a su vez el funcionario— Yo me imaginaba que era nomás un encuentro de esos...
—Entréguenmelo —insistió el empresario, con una voz terminante para la que había poco margen—.
—Ahí se lo llevan —porfió el policía—. No podrá usted quejarse: servicio a domicilio —concluyó el comandante, con una risotada que puso fin al intercambio.
Riestra fue conducido a su hotel por dos policías, a bordo de una patrulla destartalada y con el carburador asmático. Cuando descendió del vehículo, uno de los agentes le dijo, a modo de despedida:
—En un ratito le traen al chavo, patrón. ¿No se coopera para la gasolina?
Resignado a cualquier cosa, Riestra puso un billete de baja denominación en la mano del policía y se dirigió a la recepción del hotel. Allí, el hombre del mostrador le entregó la llave de su habitación.
Sin decir palabra, avergonzado por la circunstancia, Riestra subió al cuarto, se encerró en él y se tiró sobre la cama para tratar de poner en orden sus ideas.
Para empezar, era claro que la policía de aquel pueblo estaba involucrada en actividades delictivas. ¿Por qué, si no, se allegaban armas en forma clandestina? Riestra no quería averiguar de qué actividades se trataba, pero lo habían hecho partícipe de algo sórdido en lo que él no quería estar. De inmediato tuvo clara una salida: colaboraría con aquellos policías por el menor tiempo posible, y luego vendería su empresa. Se iría de Orizaba, se llevaría a su familia, se establecería en alguna ciudad del noroeste, compraría una ferretería o una refaccionaria y olvidaría aquel trago amargo. Entonces se preguntó qué pasaría con Rufino y se obligó a poner sobre la mesa cosas en las que, hasta entonces, no había querido pensar:
¿Estaba a gusto con su esposa? Sí –se dijo, mientras evocaba la armonía de palabras, la comunión de sentires y el sexo sosegado y seguro con su cónyuge—. Luego se preguntó si le gustaban los hombres, y se respondió que no: le gustaba un hombre, Rufino, y le gustaba porque parecía mujer. ¿Le gustaba tanto como para proponerle que lo acompañara a su próximo destino de vida? No, se dijo, porque su relación con Rufino sería siempre un punto débil, el flanco por el que cualquiera podría atacarlo y destruirlo.
Entonces se abrió la puerta y apareció el muchacho. Tenía la cara desfigurada a golpes.
* * *
Un agujero de oscuridad más negro y más vacío que la propia muerte: el sitio del sacrificio de Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal, señor de Tacuba. ¿Itzamkanac? ¿Tizatépetl? ¿Taxakhaa? ¿Acala? ¿Tuxkahá? ¿La ribera de la laguna Itzam? ¿Por qué había mentido sobre el sitio de la infamia en su quinta Carta de relación? ¿Por qué había se había ocultado a sí mismo aquella toponimia? ¿Quién se había robado a Molinero en horas de la madrugada, poco antes de los asesinatos? ¿Tienen los sitios un modo de guardar la esencia de los sucesos ocurridos en ellos? ¿Recuerdan las personas los lugares por los que han transitado o son los lugares los que se acuerdan de las personas ausentes?
* * *
En la cafetería del hospital, Jacinta decidió abusar un poco de la paciencia de Manuel y se dio un rato para llorar sus remordimientos. Su interlocutor no tenía prisa, pero la intensidad de aquella descarga emocional le intrigó, y decidió inquirir por su razones. Y como Jacinta, recostada en la mesa de formica, hilvanaba un sollozo tras otro, él se permitió una ironía dicha en tono amable:
—¿Te puedo interrumpir?
Jacinta alzó la cara un momento, lo miró con unos ojos rojos e hinchados como tomates y le respondió con rabia:
—¡No!
Trató de retomar el hilo de su llanto, pero la comicidad involuntaria de la circunstancia había socavado toda credibilidad a su pena. Se quedó desconcertada, boqueando como pez, porque tenía las fosas nasales auténticamente bloqueadas por lágrimas y mocos. Entonces Manuel aprovechó:
—Quería preguntarte, si no es indiscreción, por qué o por quién lloras.
—Por un novio al que he tratado muy mal —dijo ella con voz plana y mirando al vacío.
—Ah, entonces no lloras por él, sino por ti: lloras porque has sido mala.
—Bueno, pero y usted... ¡qué chingados...! —arrancó Jacinta, y de inmediato se obligó a contenerse— Perdón, es que...
Iba a ensayar una explicación y una disculpa, pero no pudo seguir, porque en ese momento resonaron en su cabeza, con un efecto retardado, las palabras de Manuel: “has sido mala”. Se ubicó en tiempo y en lugar y recordó que se encontraba allí porque su madre estaba internada. Por unas horas se había olvidado por completo de la circunstancia.
—Discúlpeme —le dijo al viejo con una voz aniñada—. Mi novio, mi mamá, mi vida... Está todo hecho un relajo. Ahora tengo que subir a ver a la paciente.
—Espérame —le dijo Manuel. Se rebuscó entre los bolsillos con una lentitud exasperante, por fin localizó algo, sonrió, en gesto de asentimiento a lo que se encontraba en su mano, lo sacó y se lo entregó a Jacinta. Era una tarjeta de presentación antediluviana y un poco arrugada, con correcciones de bolígrafo sobre los datos impresos en alguna extinta prensa plana.
Jacinta se sintió abrumada por la generosidad de aquel hombre y se dio cuenta de que estaba a punto de generar una nueva deuda afectiva.
—Gracias. Yo lo llamo —dijo secamente.
Dio media vuelta, caminó hacia la recepción y en el trayecto se topó con una enfermera, pequeña y nerviosa como un canario que la abordó de inmediato:
—¡Señorita Manzano! La estamos buscando. Al doctor le urge hablar con usted.
—Dionez Manzano —corrigió ella con severidad, pero no pudo impedir una punzada de angustia en el tono—. ¿Qué pasa?
—El doctor tiene que darle un reporte urgente sobre la condición de su mami.
(Continuará)
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