25.11.10

El último suspiro del
Conquistador / LXIII


Con una energía propia de un saludo marcial, la doctora Contreras tendió el brazo a Manuel. Éste la tomó por el codo, con suavidad, y le dijo en voz alta a Andrés:

–La doctora y yo nos retiramos de esta historia. Jacinta tiene mi teléfono, por si necesita algo.

Para aquel momento, la plática entre Andrés y Sánchez Lora ya había derivado a la situación general del país.

Manuel y la doctora tomaron el elevador a la planta baja, caminaron hacia la salida y en el vestíbulo se cruzaron con un hombre que entraba a paso rápido y desgarbado, y cuyos rasgos llamaron la atención del científico.

–¿Viste a ese cuate? –musitó por lo bajo a la doctora Contreras–. Su cara me recuerda a...

Pero ella no estaba dispuesta a ir tan rápido y lo interrumpió:

–Oiga, ¿no se le hace que es demasiado pronto para tutearme?

Salieron al aire libre y se perdieron entre la vida.

* * *

Cuando Andrés y Sánchez Lora terminaron de referirse las razones por las que cada cual se encontraba allí, el segundo volteó a Garcí, quien hasta ese momento había permaecido en silencio.

–¿Y usted? –inquirió el perito forense.

–Yo soy sirviente del señor Tomás –contestó el aludido, agregando una risita a su respuesta.

En ese momento Andrés vio pasar frente a él a un hombre sesentón, espigado, de nariz delgada y oblonga, pómulos de triángulo, frente abombada y labios carnosos. Le sorprendió el parecido de aquella cara con la de Jacinta. El hombre no reparó en los tres que estaban sentados; fue directamente a la recpeción y allí, con un gesto lóbrego y apesadumbrado, se dirigió a la edecán:

–¿La habitación de la señora Manzano de Dionez? –inquirió con sequedad.

Andrés se quedó de una pieza al escuchar la pregunta y su cabeza trabajó rápido: ese tipo era un pariente próximo. ¿Un hermano mayor? ¿Un tío de Jacinta?

Cuando quiso levantarse de su asiento para presentarse ante el desconocido, éste ya se alejaba, con pasos presurosos y atolondrados, en dirección a los elevadores. Andrés sintió un desasosiego devastador.

* * *

El cuerpo de Eduviges se quedó viendo la lámpara de neón incrustada en el cielo raso. Jacinta y el almero Tomás, por su parte, permanecieron, como hechizados, mirando cómo aquel organismo, que hasta unos momentos antes permanecía inerte y flácido en la cama de hospital, había alzado el torso y abierto los ojos.

* * *

Se solazó en la luz por largo rato. Pensó que la contemplación de ella es fácil y plácida porque no hay nada que ver: basta con dejarse inundar por el caudal blanco, dejar que entre por los ojos hasta los rincones del cuerpo más alejados. ¿Y el cuerpo? ¿Había vuelto a tener carne? Quería mirarse a sí mismo, pero lo asaltó la evocación de una pesadilla: siglos antes, eternidades antes, había regresado de la nada para encontrarse en un envoltorio carnal despreciable y ajeno. La imagen de ese episodio borroso le hizo sentir mareo y náusea: no había comercio más sucio con otro individuo que sumergirse en su cuerpo, estar en contacto interno con sus vísceras, mezclado en su saliva y en el resto de sus humores, sentir su culo y sus cojones como si fueran los propios, respirar su aliento y compartir las legañas de los ojos y el sarro de los dientes y la manteca viscosa de las orejas. Tuvo miedo de mirarse pero se forzó a bajar la vista y lo que fue observando le pareció cosa de hechicería: muros de superficies extremadamente satinadas; puertas de madera sin labranza ni artesonado, y tan lisas que parecían manchas de color pintadas en la pared; y en la que tenía a su izquierda, una oquedad enorme por la que entraba un rugido como el que haría un ejército de guerreros de otro mundo, un ronroneo de lamentos bajos y esporádicos que le puso la carne de gallina. ¿Y la carne? Alzó la mano izquierda hasta la altura de los ojos y se horrorizó: había resucitado en el cuerpo de un animal; aquello era una garra pequeña y arrugada. Permaneció unos momentos observando su propia extremidad. Trató de concentrarse en el examen de la mano y corrigió la impresión: no, aquello era una mano... de mujer. Escuchó voces que murmuraban algo a su derecha, pero no les hizo caso. Con una rabia tan torpe como inconmensurable, utilizó esa extremidad para levantar la frazada que cubría su cuerpo y, luego, para rasgar el camisón que llevaba puesto. Se vio el torso y descubrió dos tetas flácidas cuyas aréolas se perdían en un mar de arrugas...

* * *

Cuando Jacinta y Tomás vieron que el cuerpo de Eduviges iniciaba un reconocimiento de sí mismo, se voltearon a ver, el uno a la otra. El brujo tomó a Jacinta del brazo y, sin decir palabra, la condujo con prisa hacia la puerta de la habitación. La muchacha, aterrada y conmocionada, se dejó llevar. Pasaron casi corriendo frente al puesto de trabajo de las enfermeras del piso y, al llegar al vestíbulo de los elevadores, se toparon de frente con un hombre que salía de uno de ellos. Jacinta, al verlo, se quedó clavada en el suelo.

–Papá...

–¿Dónde está? ¿Dónde está? –preguntó con ansiedad el recién llegado.

Jacinta se le acercó, lo abrazó con prisa y le rogó:

–No debes verla... Por lo que más quieras, vámonos de aquí.

–¡Tengo que ver a tu madre, Jacinta! Me he portado tan mal con ella... Estoy arrepentido. Quiero decirle que... la otra... ya no existe en mi vida... –se revolvía el hombre, con angustia.

–Papá: está... muerta –dijo la muchacha, con dificultad para encontrar la palabra precisa. La que empleó tuvo un efecto contrario en su padre.

–¡La quiero ver! ¡Debo pedirle perdón! –gritó el sujeto, mientras se zafaba del abrazo de su hija, con tanta violencia, que la muchacha trastabilló y cayó al suelo de rodillas. Pero él no reparó en eso y corrió por el pasillo hacia la habitación.

–¡No debiste abandonarla, estúpido! –le gritó Jacinta, ya completamente descontrolada y entre sollozos.

–Ya no hay nada que hacer –dijo Tomás con firmeza a la muchacha –. Déjalos que encuentren su destino.

Tuvo que arrastrarla hasta el elevador.

* * *

Dominado por un pánico furioso, alzó las caderas, se vio el bajo vientre cubierto por unas bombachas cortas y dirigió sus manos torpes a la unión de los muslos. Se palpó la entrepierna y encontró sólo pliegues de carne. La impresión lo postró. Un temblor intenso sacudió sus extremidades arrugadas y por unos momentos su cuerpo permaneció en aquel lecho, moviéndose con frenesí como una cucaracha panza arriba, mientras su espíritu se hundía en un remolino de ira y desesperación.

–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ayúdame! –se escuchó decir, con una voz femenina y destemplada.

Y luego oyó una voz de hombre:

–¡Eduviges! ¡Estás viva!

Con la mirada aún turbia observó a un hombre magro y alto que, con los ojos llenos de lágrimas, se aproximaba a la cama.

–Perdóname, mi amor –sollozó el desconocido, mientras se echaba encima de él y lo abrazaba. Luego, sin mediar palabra, empezó a besarlo en la boca.

(Continuará)

2 comentarios:

Alejandro Ordoñez dijo...

Buen día Don Miguel:

He seguido vuestra columna Navegaciones, tanto en el blog de vos, como en este periódico, admiro vuestro estilo de escritura y la forma en como atrapa la atención del lector.

Sin embargo, y respetando vuestra libertad de escritor y expresión, siento decir que me ha decepcionado de sobremanera la forma que vos ha caricaturizado y ridiculizado a un hombre tan importante para la historia del mundo como lo fue Hernán Cortés.

Querámoslo o no, Cortés sacó de la ignorancia y el atraso a un pueblo (el azteca) que no había progresado más allá de la edad de bronce en 1521. Conquistándolos, si, brutal, si. Pero ¿Donde estaría vuestra nación si ello no hubiera pasado? A lo mejor seguiríais usando taparrabo o bailándole al Sol y creyendo que la Tierra es una madre viva.

Me pregunto como reaccionaríais vds, si alguien escribiese una historia relatando como Cuauhtemoc reencarnó en una meretriz de la zona rosa.

Pedro Miguel dijo...

Gracias por el comentario, Alejandro. Es muy ilustrativo.