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Del Museo de la Muerte
guardo el recuerdo cercano
porque allí rocé tu mano
nada más por buena suerte.
–¡Virgen de la Buena Muerte!
me dije, con embeleso;
cuánto ha de faltar, con eso,
para que el roce casual
avance y llegue, al final,
a convertirse en un beso.
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