Se entiende perfectamente: las leyes no pueden ni deben ser inmutables porque las sociedades en las que se aplican se encuentran, para bien o para mal, en permanente proceso de transformación, y el marco legal debe ser readecuado y perfeccionado una y otra vez. Esa debe ser la tarea del Legislativo, además de servir de contrapeso al Ejecutivo. Éste, por su parte, tiene la responsabilidad primaria de cumplir y hacer cumplir las leyes vigentes.
Así tendría que ser. Pero en el régimen oligárquico que padece México actualmente, el principio de legalidad está de cabeza. No hay que estirar mucho la mano para encontrar un ejemplo contundente de esa inversión: Washington envía a policías en activo y a militares en retiro a participar en la desastrosa guerra en curso impulsada por el calderonato, y esos efectivos realizan interrogatorios, intervienen telecomunicaciones y han tenido un papel clave en decenas de capturas o “eliminaciones” (que parecen ser, muchas de ellas, ejecuciones extrajudiciales) de presuntos narcotraficantes. La injerencia no se perpetró aprovechando un descuido del gobierno mexicano, sino en respuesta a sus peticiones.
Para argumentar la “legalidad” de la operación de personal policial extranjero en México, Alejandro Poiré ha salido con la puerilidad de que éste “no porta armas” y con la abierta mentira de que “no realiza ninguna labor operativa”. Incluso si así fuera, el Artículo 21 constitucional es inequívoco: “La investigación de los delitos corresponde al Ministerio Público y a las policías, las cuales actuarán bajo la conducción y mando de aquél en el ejercicio de esta función”; el 32 no deja lugar a dudas: “En tiempo de paz, ningún extranjero podrá servir en el Ejército, ni en las fuerzas de policía o seguridad pública” y “para desempeñar cualquier cargo o comisión en el Ejército, Armada o Fuerza Aérea en tiempos de paz, se requiere ser mexicano por nacimiento.” ¿Con qué saldrán entonces? ¿Con que no estamos en “tiempos de paz”? Pues qué pena: legalmente, para que el país esté en guerra, es necesario que el Ejecutivo federal la declare, previa ley del Congreso de la Unión (Art. 89), cosa que no se ha hecho.
El régimen oligárquico no acata la Carta Magna, y menos el resto de las leyes. Hace meses que la Secretaría del Trabajo proclama sin pudor que la Ley Federal del Trabajo es letra muerta, como si no fuera su obligación el hacerla cumplir. El reconocimiento cínico de omisión de la legalidad es convertido en argumento para modificarla a gusto de los funcionarios en turno y de sus marañas de interés. Otro caso notable es el sempiterno populismo legal de la derecha (Peña Nieto es un exponente de él) sobre la supuesta necesidad de “endurecer” las penas para delitos graves a fin de disuadir a la criminalidad. Eso podría tener sentido, así fuera sentido argumental, en un estado de pleno derecho, pero no en un país en el que la impunidad prevalece en el 80 o 90 por ciento de los casos. ¿Para qué quieren incrementar a siete mil años el castigo por homicidio, pongamos por caso, si 9 de cada diez sospechosos de homicidio andan sueltos, y si los que son detenidos son liberados por falta de pruebas, o bien exonerados en juicio, y no cumplen ni con las sanciones de 20 0 30 años actualmente vigentes?
En su gran mayoría, las modificaciones legales operadas por el Congreso del salinato a la fecha no son adecuaciones necesarias para el mejor funcionamiento de la sociedad, sino arreglos jurídicos para saquear el erario sin temor a posibles sanciones, entregar las riquezas nacionales a los grandes capitales locales y foráneos, acelerar la concentración de la riqueza y reforzar por diversas vías –desde la electoral hasta la policial, pasando por la mediática– el control político que la élite empresarial ejerce sobre el resto de la sociedad. Este último es el propósito del engendro de reforma a la Ley de Seguridad Nacional: el texto vigente fue negociado por Beltrones, Fernández de Cevallos y otros del estilo en 2004, promulgado por Fox en enero de 2005 y violado unos meses más tarde por ellos mismos, cuando permitieron la injerencia de la embajada de Estados Unidos en el proceso de imposición de Felipe Calderón en Los Pinos.
Tal y como están, las leyes nacionales son descripción de un país estable y habitable. Si las autoridades de los tres niveles de gobierno las cumplieran, viviríamos en él. Señores legisladores de todos los partidos, déjense de reformitis. Antes de decirnos que no sirven, vean primero que los preceptos jurídicos se respeten. Tienen atribuciones para ello.
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