El mafioso Francisco Santos, el ex presidente colombiano Álvaro Uribe y su sucesor,
Juan Manuel Santos, primo del primero
El negocio de la cocaína migra hacia
Perú, Venezuela, Ecuador y Bolivia, en donde los líderes populistas
son ambivalentes o abiertamente hostiles a la cooperación con
Estados Unidos, dijo en
su edición de ayer The Wall Street Journal (WSJ).
El rotativo, que representa los intereses de las corporaciones
financieras que lavan la mayor parte del dinero proveniente de las
drogas ilícitas, mencionó cifras según las cuales tanto el cultivo
de hoja de coca como la producción de cocaína se incrementó en
tales naciones y disminuyó en Colombia, aseveró que tales
tendencias son resultado del éxito de iniciativas del Plan Colombia
y que la estrategia del gobierno mexicano contra los cárteles
los ha llevado a mudarse a Centroamérica. El WSJ se refirió
también a la expulsión de la DEA de Bolivia por el gobierno de Evo
Morales y a su significativa reducción en Venezuela por parte del
gobierno de Hugo Chávez. Como resultado, dice el periódico, ambos
países se han ido transformando en puntos de conexión para el
negocio de las drogas ilícitas, conforme los narcotraficantes
“buscan entornos menos hostiles en medio de los cambios políticos
de América Latina”.
Se trata, a lo que puede verse, de una
nueva construcción ideológica que justifique una escalada
económica, diplomática y, en última instancia, bélica, contra
cuatro países soberanos de la región que, cada cual a su manera, se
han comprometido en procesos de transformación social y económica
soberanos y que, por eso mismo, han atraído la animadversión de
Washington. Si en la presidencia de George Bush padre (1989-1992) se
inventó el concepto de “narcoguerrilla” para dotar a la
superpotencia de nuevos enemigos –el “imperio del Mal” se
disolvía por entonces–, ahora parece buscarse un vínculo entre
soberanía y drogas para echar a andar una nueva categoría, la de
los narcogobiernos, para
meter en un mismo saco a los que presiden Evo Morales, Hugo Chávez,
Ollanta Humala y Rafael Correa. Poco importa que la caracterización
guarde escasa o nula relación con la realidad.
Es cierto que La Paz suprimió la
presencia de la DEA en su territorio y que Caracas la redujo en forma
significativa. Dicho sea de paso, se trata, en ambos casos, de
medidas correctas para combatir el negocio del narcotráfico, toda
vez que nunca es claro en qué medida esa y otras dependencias
estadunidenses, como ATF y la CIA, luchan por erradicarlo y en qué
medida lo promueven. Lo más común es que hagan ambas cosas, como
ocurre en México: mientras que ATF suministra armas a los cárteles,
la DEA les facilita el lavado de dinero.
Fuera de ese dato real, lo publicado
por el WSJ es un amasijo de cifras inciertas, medias verdades y
mentiras descaradas: no hay forma para medir con precisión lo que el
diario neoyorquino llama “el potencial para producir cocaína” de
un país –a Perú le atribuye 325 toneladas, y 270 a Colombia–,
ni hay una relación mecánica entre la cantidad de hoja de coca que
se cultiva y la de cocaína que se produce, por lo que, en el caso de
Bolivia, el incremento de la primera es irrelevante para calcular la
segunda.
Ciertamente, la guerra declarada por
Felipe Calderón para, supuestamente, combatir a la delincuencia
organizada, ha dado por resultado –además de 50 mil muertos y
otros saldos catastróficos no mencionados por el WSJ– la
presencia de cárteles mexicanos en Centroamérica, pero, a
juzgar por los datos disponibles, no se trata de una mudanza forzada,
sino de una expansión empresarial derivada del fortalecimiento
bélico, financiero y político experimentado por esos grupos en el
curso del calderonato. Un dato ilustrativo, a este respecto, es que,
a decir de
Edgardo Buscaglia, los cárteles han tomado las
instituciones locales hasta el punto de que el 71 por ciento de los
municipios del país se encuentran ya bajo el control del narco.
Tampoco cuenta el WSJ los vínculos
entre el principal ejecutor del Plan Colombia, el ex presidente
Álvaro Uribe, con narcotraficantes –Pablo Escobar, en primer
lugar– y paramilitares, vínculos que han sido decisivos en una
“pacificación” nacional que tiene mucho de entrega del poder
político a la delincuencia organizada.
Así pues, los regímenes mejor
calificados para aspirar a la clasificación de narcogobiernos
son, pues, los de México y Colombia, que constituyen los dos más
estrechos aliados continentales de Washington en una “guerra contra
las drogas” que, de manera cada vez más clara, se perfila como una
guerra a favor del narcotráfico.
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