Bueno, los astrónomos y los astrofísicos contemporáneos dicen que será gradual: conforme al Sol se le agote el hidrógeno del tanque y se hinche y se ponga colorado, la Tierra se secará, perderá su atmósfera y, ya convertida en un pedrusco chamuscado, terminará siendo engullida por la bola de fuego monstruosa y agonizante en que se habrá convertido el disco solar antes de colapsar sobre sí mismo y transformarse en una enana blanca de esas que parece que no matan a una mosca. Eso, suponiendo que no ocurra antes una colisión con algún asteroide grandulón. Pero no hay razón para preocuparse ante tal perspectiva porque no se concretará antes de cinco mil millones de años y para entonces no quedarán ni fósiles de los seres humanos. Es decir, entre este diciembre de 2012 y el fin del planeta nos separa un lapso siete millones de veces mayor que el que hay entre nosotros y los dinosaurios, que es nomás de 65 millones de añitos.
Esta cultura o esta incultura nuestra ha resultado escatológica en sus dos acepciones: por una parte, al cristianismo le encantan las fantasías masoquistas sobre
éskhatos, es decir, sobre “lo último” (juicios finales, infiernos, colapsos de la civilización, fines del mundo) y de allí las profecías de temporada, que igual pueden ser atribuidas a Nostradamus que a unos sacerdotes mayas; por la otra, adora hurgar en la caca (
skatós), como puede colegirse de la proliferación de publicaciones sensacionalistas, reality shows y chismarajos espumeantes acerca de los usos y costumbres privados de las personas célebres. En una puntualización divertida y escandalizada, el difunto Leonardo Castellani, sj, señalaba:
“Hay dos palabras morfológicamente parecidas en español: ‘escatológico”, que significa pornográfico –de
skatós, término griego que significa ‘excremento’– y ‘esjatológico’, que significa ‘noticia de lo último’ –de
éskhaton, ‘lo último’– las cuales son confundidas hoy día, por descuido o posdescuido o ignorancia o periodismo, incluso en los diccionarios (Espasa, Julio Casares); de modo que, risueñamente, el apóstol San Juan resulta un escritor ¡pornográfico o excremental!”
Tal vez la homonimia no sea tal, si se considera la metáfora “esjatológica” (para darle gusto al buen Castellani) de un mundo que se va a la mierda o que se hace ídem por efecto del cambio climático o de la hinchazón final del Sol, por previsión del alucinadote de Juan de Patmos, presunto autor del Apocalipsis bíblico, o por programación de unos sabios mesoamericanos un tanto hipotéticos que, cuando ordenaron esculpir no sé qué fecha en una estela, seguramente estaban pensando en algo muy distinto al fin del mundo. No tiene mucha importancia. El caso es que ahí vamos otra vez con la misma cantilena, y como ahora no había cometas ni asteroides al alcance de la mano, ni error del año 2000 (el ahora olvidado Y2K), ni un verso fumado en las Centurias de Michel de Nôtre Dame, alguien se fijó en la estela 6 de Tortuguero, sitio arqueológico situado en Macuspana, Tabasco, para inventarse el apocalipsis en ciernes. En ella se fijó el final del 13 Bak’tun para el 4 ahau 3 kankin (que cae el 21 o el 22 de diciembre próximo) y, con él, el fin de la quinta cuenta larga (poco más de cinco mil años). Me parece que no tenemos la menor idea de para qué querían unidades de tiempo tan dilatadas los mayas del periodo clásico.
En años recientes hemos presenciado tantas profecías sobre el inminente fin del mundo (fallidas, claro, porque si hubiera parque no estaría Ud. aquí) que el embuste del 13 Bak’tun ha sido explotado más bien a partir de explicaciones tranquilizadoras y “racionales”: no, qué barbaridad, cómo creen: en realidad los mayas no quisieron decir eso que se les atribuye sino, más bien, que el 21 (o el 22) comenzará una etapa de cambios trascendentales, o una renovación, o una transición hacia algo, o el surgimiento de una energía cósmica positiva propicia para la transformación; es recomendable, en consecuencia, que abras tu espíritu a los cambios, expulses de ti las vibras negativas y afines tu percepción para captar las ondas que anuncian la nueva era. No faltan, de paso, quienes aprovechan para vender viajes a sitios con alto contenido energético (puede ser el Tíbet o Teotihuacán), terapias zodiacales, inmersiones en el flujo celeste y proyecciones de psicomagia en la frecuencia de la esoteria de fusión, en la que los aromas del budismo zen armonizan (¡claro!) con los baños de temazcal y con las ensaladas de flores de Bach, ricas en fibra. Uf, mejor sería quedarse con los delirios de Juan de Patmos, que por lo menos chorrean truculencia y no se andan con pretensiones de buena vibra.
Por supuesto, al mundo le importa un comino su pretendido fin, la supuesta transición hacia algo o el inicio de una era de sutiles mutaciones metagalácticas y todos los días, o más bien a cada hora, inaugura ciclos cortos y largos de cambios, transformaciones, transiciones y también, por qué no decirlo, regresiones y caídas a las peores oscuridades. Ni los adivinos mayas de esta fábula ni Ugo Buoncompagni, mejor conocido como Gregorio XIII, y a cuyo apodo de Papa debe su nombre el calendario que hoy se usa en la mayor parte del planeta, tenían razones para interesarse por algo tan remoto y sin sentido como nuestra época, y hay motivos para dudar que el Cosmos tenga alguna noción de las menudencias calendáricas que nos desvelan o que, al menos, nos hacen caer en garras de mercaderes inescrupulosos.
Habría que agregar, de paso, y sin ningún afán peyorativo, que los conocimientos cronológicos desarrollados por la cultura maya, admirables sin duda, eran un instrumento indispensable de cualquier civilización de la antigüedad basada primordialmente en la agricultura, y que la asiria, la caldea, la egipcia y la china, entre muchas otras, realizaron codificaciones y mediciones cronológias de precisión comparable a los sistemas calendáricos mesoamericanos.
En suma, aquí no pasa nada adicional a lo que ya está pasando. Pero entre que son peras o que son manzanas, ustedes pónganse cómodos, preparen palomitas para observar el espectáculo (no puede haber un juicio final decoroso sin fuegos artificiales) y no se rían, que la risa es diabólica y ofensiva al Señor, como lo estipularon en su momento Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, y Agustín de Hipona, Padre de la Iglesia. Ya viene el fin del mundo y andaremos con un gran ajetreo, así que nos vemos después. Y si se topan con algún vendedor de apocalipsis en cualquiera de sus versiones, sorrájenle esto:
Este juicio final sobrevendido,
este último momento cacareado,
es causa de jolgorio y no de enfado
para el mundo prosaico y descreído.
Así será por siempre y así ha sido:
mercachifle no falta que, avispado,
nos presente como hecho comprobado
algún apocalipsis, y haga ruido.
Hoy ocurre lo mismo: la quiniela
del partido final está sin falla
esculpida en la piedra de una estela.
Embaucador infame, mal te vaya;
vé a contarle más cuentos a tu abuela
y caiga en ti la maldición del maya.