me vienen ganas de quedarme quieto,
sin hacer otra cosa que verlas,
por unos años.
Siento el impulso de olfatearlas
para conocer la raíz
de tu perfume y de tu agrura.
Quiero sobrevolarlas
en un vuelo rasante y despacioso
con las yemas de los dedos
a milímetros de distancia
y dejar que se posen
con la suavidad de los globos.
Cuando veo las palmas de tus manos
querría poseer las aptitudes
del geógrafo y del geómetra,
para volverlas mapa,
para estudiar sus formas.
Llega también, es cierto,
el afán de besarlas
con un roce de labios
y luego, aterrizar la boca entera,
lamerlas, succionarlas,
como se aferra el náufrago
del mar o del desierto
a la primera fruta de su supervivencia.
Al contemplar las palmas de tus manos
las querría posadas en mis sienes;
tapándome los ojos,
como un antifaz de carne;
imagino que se deslizan
entre los botones de tu blusa
y activan los botones de tu pecho,
ya despojado de la blusa;
que viajan a tu sexo y al mío,
que son dos invitadas amorosas
en el espacio genital,
un par de extrañas que se suman
y que son bievenidas
y que fusionan humedades
y que corren por ellas
tus líquidos, mi semen, nuestras
lágrimas.
Pero la más intensa
de las cosas que pienso,
la más cachonda fantasía
que me viene a la mente
cuando miro las palmas de tus manos,
que me viene a la mente
cuando miro las palmas de tus manos,
es convertirme en surco,
en un pliegue pequeño en tu epidermis
junto a tu línea de la vida, ser un
signo
en la piel de las palmas de tus manos.
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