28.3.13

Pasión de muchos
pero no de todos

Hay quienes ven en Jesús al Mesías que anuncia la llegada del reino de Dios en la tierra o el próximo fin del mundo. Otros lo perciben como un repartidor de castigos eternos para los incrédulos. Algunos piensan que el Cristo es una suerte de pseudópodo introducido por Dios en el acontecer humano para corregir algunas desviaciones graves de la especie. Muchos lo adoran como heraldo del amor a los semejantes, la generosidad y el perdón. Se le tiene como intermediario entre el Padre Eterno y los mortales. Hay cristianos ateos que simpatizan con la figura del Nazareno porque lo consideran un luchador social que dio su vida por un mejor futuro para los demás, una suerte de predecesor del Che Guevara. Algunos sostienen que era un mago o un iniciado; no ha faltado quien afirme que, en el camino que va del Calvario a la diestra del Padre, Jesús hizo escalas en Cachemira o en América del Norte, e incluso alguno ha escrito tonterías sobre su origen extraterrestre.


La percepción de Cristo genera consensos de escala civilizatoria (quién va a discutir que eso del amor al prójimo y a los desamparados es una cláusula a toda madre) y disensos de una profundidad tan abismal como las guerras de religión en las que los bandos se permiten a sí mismos asar personas y destripar pueblos enteros en nombre de la fidelidad a Él. Por supuesto, la figura de Jesús sirve también para realizar grandes negocios con la fe de los crédulos, tanto dentro como fuera de los cultos cristianos tradicionales.

Por perseverancia predicadora convertida en músculo institucional e iconográfico, por agotamiento de la imaginación en las tierras dominadas por el cristianismo o por alguna otra razón, el judío insumiso que vivió en Palestina hace dos milenios y pico es tomado también, lisa y llanamente, como representación de lo humano, a partir de referencias evangélicas tal vez totalitarias o acaso distorsionadas: “El Hijo del Hombre” (ὄ ὑιὸς τοῦ ἀνθρῶπουo Ecce Homo (ἰδοὺ ὁ ἄνθρωπος)

Sin embargo, el que las iglesias que reivindican a Cristo como guía se digan representantes de la humanidad, incluida la anterior a él, choca con el dato de que la mayoría de los miembros de la especie no forma parte de la cristiandad: ésta, sumando católicos, ortodoxos y protestantes de diversas denominaciones, cuenta con unos dos mil millones de feligreses (World Christian Data Base), cifra que es fácilmente superada por la suma de practicantes del budismo y el hinduísmo (unos dos mil 300 millones, en conjunto). En 2005 la Encyclopaedia Britannica indicaba que los cultos cristianos constituían un tercio de las feligresías mundiales, seguidos por el Islam (20 por ciento). Pero si a las religiones no cristianas se les suma el conjunto de los ateos y agnósticos (más de mil 300 millones en el año 2000, según la World Christian Encyclopedia, que hizo el favor de contarnos), resulta que la cristiandad representa a menos de una tercera parte de los seres humanos.

Por lo demás, algunos pensamos que el cristianismo no equivocó su camino en los concilios de Nicea o Trento ni en el Edicto de Tesalónica sino desde que el propio Jesús de Nazaret, en vez de hablar a título personal o en nombre de sus seguidores, se presentó como hijo del Dios de todas las personas y exigió obediencia a la humanidad en general o a la porción de ella que alcanzaba a vislumbrar. Así lo indican las epístolas de Pablo de Tarso y los Evangelios, sinópticos o no –prácticamente las únicas fuentes para conocer el discurso del Mesías cristiano–, y semejante falta de respeto ha sido perpetuada por sus seguidores de todas las clases y a lo largo de los milenios hasta llegar, por ejemplo, al más reciente pontífice romano.

Ciertos informadores aplaudieron a rabiar al Papa Francisco el pretendido gesto de “apertura”  o “tolerancia” de estas palabras que dirigió a los periodistas que cubrieron su elección:

“Como muchos de ustedes no pertenecen a la Iglesia católica y otros no son creyentes, de corazón doy esta bendición en silencio a cada uno de ustedes, respetando la conciencia de cada uno, pero sabiendo que cada uno de ustedes es hijo de Dios”.

Es posible, en efecto, que entre los asistentes a ese encuentro, realizado en el aula Pablo VI del Vaticano, hayan estado dos o tres de esos mil 300 millones de individuos que no creen en ningún Dios; en todo caso, su falta de fe no significa que  no sepan  perfectamente quiénes son sus padres, y éstos no son el que el Papa dice. Otra: ¿por qué tenía que soltar la mentira manifiesta y de pretensiones totalitarias de que “la Iglesia de Roma [es la] que guía a todas las iglesias”? ¿Realmente piensa el nuevo pontífice que los dayanim mosaicos, los practicantes del sintoísmo japonés o las  iyanifas de la santería no tienen otra cosa que hacer que esperar lineamientos del Vaticano?

Tras varias relecturas del Nuevo Testamento y de otros textos sigue sin quedarme claro por qué crucificaron a Cristo –si por blasfemo, por levantisco, por incómodo o por otro motivo– y por qué aceptó sin vacilaciones un destino tan doloroso. Comoquiera que haya sido, lo que ocurrió tras la captura en Getsemaní fue una canallada imperdonable (pero de ninguna manera excepcional en su época, y ni siquiera en la nuestra) y, desde luego, resulta  conmovedora la imagen de un hombre azotado, escarnecido y clavado o atado a un palo hasta que se le escape la vida. Tal castigo –como cualquier forma de pena de muerte, mutilación o lesión física– es inaceptable, incluso si quien la sufre es un ladrón, un asesino, un violador o un genocida. Más empatía y desgarro causa la escena si, como lo quieren los Evangelios, Jesús de Nazaret fue un amoroso, un defensor de los pobres y los desvalidos, o bien un profeta iluminado o un pseudópodo de Dios, o todas esas cosas juntas.

Cuando se trata de usar aquella remota tragedia en un chantaje emocional, la transacción es inadmisible. Leído (y transcrito literal) en el sitio laverdadcatolica.org:

“Mi querido Jesús: Tú, siendo Dios no tenías necesidad de sufrir todo eso, pero quisiste hacerlo por todos los hombres, ¡por mí!... porque sabías que con tu sufrimiento se me perdonarían todos mis pecados. Pagaste con tu sangre el precio de mi salvación. ¡Gracias Jesús por amarme tanto!”

En un nivel menos primitivo, el discurso católico no sólo pretende involucrar a toda la humanidad en el asesinato de Cristo sino que incluso parece regocijarse con ese hecho de sangre que le es fundacional:

“El misterio de Jesús de Nazaret, particularmente el misterio de su Pasión, ha sido, es y continuará siendo el parteaguas de la historia humana. Para los creyentes en Cristo no ha habido ni habrá una vida humana ni un evento humano con más repercusión en el grandioso panorama de los siglos.” (editorial de Ecclesia. Revista de cultura católica, enero-marzo 2004).

Y así llegamos a la Pascua: días de ayuno y penitencia para aliviar culpas que no son de este tiempo ni de esta gente; días de dolor y muerte para conjurar la muerte y el dolor; de humillación propia ante la imposibilidad de atenuar la humillación del Salvador; de sangre derramada para lavar una sangre que se evaporó hace dos milenios: ¿la gran venganza del amoroso contra sus amados? ¿La victoria suprema del crucificado sobre los descendientes remotísimos –o ni siquiera– de aquellos por los cuales se dejó crucificar?

Amor y paz, cristianos de todas las confesiones. Sufran o gocen entre ustedes estos días suyos de penitencia o vacación pero absténganse de poner un gorro de nazareno, y menos una corona de espinas, sobre la testa, de por sí sobrecargada, de la pobre humanidad.



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