A cien días de asumir la Presidencia,
Enrique Peña Nieto ofreció resultados a la oligarquía que lo
impuso en el poder y al resto de la sociedad le ofreció un repaso de
sus promesas de campaña. En lo inmediato, Peña logró uncir a la
formalidad política del país –una cáscara rajada y cada vez más
precaria– al proyecto de gobierno: un “gobierno fuerte”
instituido sobre la base, según se quiera ver, de “acuerdos y
consensos” o bien de negociaciones para repartir prebendas y cuotas
entre tres franquicias electorales, las mayores, que se representan
muy bien a sí mismas; consiguió, además, imponer una reforma
educativa privatizadora y contraria al sentido constitucional de la
enseñanza gratuita; por añadidura, empezó a gestionar la agenda de
venganzas políticas de su mentor, Carlos Salinas, mediante el
encarcelamiento de Elba Esther Gordillo y el descobijo de Ernesto
Zedillo, a quien Calderón dejó en herencia una solicitud de
impunidad ante la justicia estadunidense; asimismo, el régimen se
apresta a establecer nuevas reglas de arbitraje y mediación entre
los consorcios que se reparten el grueso de las telecomunicaciones
del país con el propósito de impedir enfrentamientos entre éstos,
mas no para democratizar en modo alguno el acceso a los medios ni
para desmontar la red mafiosa que vincula a los concesionarios con
las facciones principales de la clase política. La apertura, en todo
caso, no será hacia la sociedad sino hacia los capitales mediáticos
extranjeros.
Fuera de esos logros, que constituyen
buenas medidas de afinación y ajuste para que el régimen
oligárquico siga funcionando, el resto es una andanada de promesas
huecas y gestos demagógicos y ofensivos, como esa “cruzada contra
el hambre” –que es en realidad un perfeccionamiento de los
mecanismos electoreros para cambiar comida por votos para candidatos
oficialistas–, o como la transformación del “70 y más” en una
limosna para mayores de 65 años, una imitación reducida, devaluada
y atrasada de la pensión universal para adultos mayores que propuso
López Obrador en 2006. La medida es esclarecedora por cuanto
constituye un ejemplo de lo que Peña y su grupo consideran “un
piso básico de bienestar social en el que todos los mexicanos tengan
cubiertas sus necesidades elementales”: 17.50 pesos diarios, es
decir, 38 centavos de dólar por encima de la línea trazada a tontas
y a locas por el Banco Mundial, hace ya algunas décadas, para
definir el umbral de pobreza extrema.
Particularmente patética es la
alharaca peñista sobre las medidas contra la delincuencia y la
violencia, habida cuenta que esos dos fenómenos se mantienen en los
mismos niveles a los que fueron llevados por el calderonato y, lo más
triste, que no hay perspectiva alguna de que amainen porque son
expresiones de la extremada descomposición del régimen político y
de la doctrina económica imperante.
Otro “logro” de entre los
enumerados es que “se está trabajando en una Ley Nacional de
Responsabilidad Hacendaria y Deuda Pública” para “prevenir el
endeudamiento excesivo de algunas autoridades”. Se sospecha que
algunas entidades gobernadas por priístas se endeudaron en forma
obscena en 2011 y 2012 justamente para sufragar los astronómicos
gastos de campaña del orador; la promesa, entonces, es tapar el pozo
una vez que se ha ahogado en él la democracia.
Entre la repetición de promesas de
campaña que se oyen mal en boca de alguien que se ha mandado a hacer
tarjetas de presentación con el título de presidente de la
República, Peña tuvo un detallazo para con los jefes del PAN y del
PRD: les agradeció que se hayan comprometido “con los cambios que
necesita el país”. El gesto fue como exhibir las cabezas disecadas
de los respectivos dirigentes en el salón de trofeos del Palacio de
las Cooptaciones. Lo gracioso es que ahora las piezas expuestas dicen
con voz lloriqueante que cómo es posible que ahora resurja el poder
absoluto y el autoritarismo, o bien que no ha cambiado nada, y que
no, que qué barbaridad, que esto no tiene nada que ver con lo que
ellos mismos firmaron.
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