Se ausentaron de sus vidas para habitar las nuestras. Se transformaron. Están escondidos. Se asoman por cada rendija del pensamiento. Con los pies hundidos en el pasado invulnerable, se desgarran las yemas y los nudillos para romper la cáscara del presente. Nos llaman por nuestros nombres y nos susurran advertencias, imprecaciones, máximas, frases de cariño. El empecinado retorno no es cosa de ánimas en pena sino de sonidos, olores y voces que siguen sembrados en nosotros por más que se hayan destruido hasta el polvo los cuerpos que los emitieron: así ocurre con las estrellas extinguidas hace millones de años y cuya luz temblorosa y sutil sigue, sin embargo, llegando a este planeta para que la gente marinera se guíe en su tránsito. Será que el instinto de supervivencia sigue vagando por ahí incluso cuando ha fallado en su encomienda máxima, que es la de preservar al organismo que le da motivo.
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Estas noches que siguen son propicias para contar la historia de una comunidad a cuyo cabildo llegó una oferta formidable: una empresa minera había descubierto, con aparatos de alta escuela, un importante yacimiento de oro justo en el sitio en el que se asentaba el pueblo. Para explotar la veta habría que tirar unas pocas casas. La empresa ya había obtenido las autorizaciones gubernamentales y, en rigor, no estaba obligada a negociar con la comunidad. Bien podía esperar a que unos decretos expropiatorios pusieran en sus manos, por razones de utilidad pública, los terrenos bajo los cuales dormía el oro. Pero la gerencia de la corporación no quería confrontaciones y tenía en cartera varios ofrecimientos para llevar la fiesta en paz con los pobladores: durante las cuatro décadas de explotación que estipulaba el convenio les entregaría un gramo de cada cien que se extrajera del metal precioso y una generosa renta anual por las hectáreas que habrían de ser hendidas por los trascabos, además de la remodelación de la escuela, la construcción de un dispensario médico, trabajo para cien oriundos de la localidad y para 20 lugareñas.
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Tal vez esa persistencia, esa insistencia en seguir siendo parte de los vivos, sea prueba fiel de que siguen queriéndonos y odiándonos. No: es más bien al revés; somos nosotros los que mantenemos el puente afectivo, el cordón umbilical invertido de los que parten de este mundo. Así cobran sentido expresiones como “murieron para vivir” o “están presentes”; para explicarlas no es necesario excavar en el Más Allá, sacarar del armario el espiritismo polvoriento, hurgar en los círculos del Infierno, fatigar las parcelas del Reino de Dios, remar en las aguas de la Estigia o del Tlalocan o seguir a las hormigas hasta las profundidades de Xibalbá.
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Previa consulta con sus representados, los miembros del ayuntamiento firmaron, por unanimidad, el acuerdo que la empresa proponía. Días más tarde, al revisar los planos anexos al documento, una anciana del lugar cayó en la cuenta de que entre los terrenos cedidos a la corporación minera se encontraba el cementerio. Dio cuenta de su preocupante hallazgo a los vecinos, éstos se alarmaron y fueron en masa a la barraca provisional que la empresa ya había edificado a orillas del pueblo. Allí un empleado les garantizó que trasladaría la preocupación por el camposanto al gerente regional, que éste visitaría la localidad en unas semanas más y que entre todos verían la forma de resolver aquel complicado asunto.
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Viven entre sueños rotos; se sientan en muebles vendidos o regalados hace tiempo; transitan por los proyectos cancelados y duermen en las casas demolidas en las que nuestros bisabuelos engendraron a nuestros abuelos en cópulas púdicas y tangenciales; leen y releen las cartas que no nos hemos atrevido a tirar, viajan por trayectos que se quedaron en el tintero y se entrometen en amores desvencijados por el paso del tiempo para darnos consejos que ya no vienen al caso.
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La comunidad vivió durante un par de meses en la zozobra y en el remordimiento por haber pactado, así fuera sin saberlo, el exterminio de los difuntos. La calma regresó de mano del gerente regional, quien al cabo de ese lapso se apersonó en el pueblo y explicó, ante una asamblea de habitantes, que el cementerio no sería destruido. Presentó un plan para trasladar el camposanto completo, con sus muertos, sus ataúdes, sus tumbas y la tierra circundante, a un predio en las afueras del pueblo. Explicó pacientemente que la mudanza se haría con cuidado y respeto, sin perturbar el sueño de los difuntos, y les hizo el símil con lo que los propios campesinos del lugar hacían cada vez que trasplantaban un brote: lejos de arrancarlo de la tierra, trazaban un rectángulo para cortar la tierra alrededor de las raíces y sacaban un volumen que luego sería incrustado en un hueco del terreno previamente cavado en otro sitio. Las lápidas y las cruces, aclaró, ni siquiera serían removidas de donde se encontraban. Tierra, losa y lápida, en caso de haberla, sería amorosamente extraído por las palas de gigantescos trascabos que luego los depositarían en el nuevo cementerio, en el orden preciso que habían guardado hasta entonces. Los comuneros quedaron medianamente satisfechos con la explicación y, sobre todo, con los dineros adicionales que recibirían por la mudanza.
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Murieron para vivir. Partieron para recibir más amor del que tuvieron en vida. Se ausentaron para dejarnos en paz y ahora no pueden dejarnos en paz ni una semana, ni un día: se hacen presentes en los olores súbitos, en el pomo de la puerta, en el frenazo de un automóvil, en las recetas de cocina y en las punzadas sin razón de la nostalgia. Se soltaron del clavo ardiente del que se sujetaban o fueron borrados por un ventarrón súbito y maldito. Desfallecieron para ser poderosos.
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La compañía bardeó el cementerio con altas planchas de cemento, reunió maquinaria pesada alrededor y durante muchos días se escuchó el fragor del combate entre el metal de los trascabos y la tierra. Una noche, en la cantina del pueblo, un trabajador foráneo, ya borracho, se sinceró con el cantinero: “Me da remordimiento pero tengo que decírselo. Sus difuntos ya valieron madre”.
El cantinero se quedó atónito por un momento, luego libró la barra de un salto y se dirigió con paso apresurado hasta el panteón. Al llegar allí hizo a un lado al vigilante con bursquedad, empujó la puerta y vio el horror: lápidas desperdigadas, cruces náufragas entre montones de tierra, calaveras y fémures y carnes maceradas entre los escombros. Volvió al centro, abordó a un conocido y le espetó: “profanaron las tumbas”. “¿Cuáles tumbas?”, preguntó el aludido con aire ausente. El cantinero buscó a otro, y a otro, y a otro, y nadie parecía saber de la existencia de un camposanto en la localidad. Desolado, cayó en la cuenta de que sus vecinos habían perdido los recuerdos.
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La memoria es una prueba de amor más sólida que la entrega, más abnegada que la consagración, más definitva que la propia muerte. Por eso, y no por existencias improbables más allá de la muerte, ellos viven entre nosotros y reciben con agrado este pétalo de sempasúchil lanzado con amor al abismo insondable de la ausencia.